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I jETKAS
en la cual no pude tomar parte a cau
sa de los pocos años que yo entonces
contaba.
Al comprender que no podía ni si
quiera arriesgar una opinión, furti-
inente me dirigí, a la casilla. Cerca
de ella y al lado de una estiba, co
sían bolsas varios peones que me re
cibieron con muestras cariñosas de
aprecio. Uno de ellos, el más callado, se
me acercó muy contento y, sacan
do una baba del diablo que flotaba en
mi gorra, me dijo que el domingo iría al
pueblo «a ver si yo le escribía una carta»;
y para que no me olvidara me prometió
dos pichones de martinetas que agarraron
los muchachos del aguatero. Después me
encaramé a la estiba que me echaba
sombra y fui a sentarme en la última
camada con intención de contemplar a
mi gusto los alrededores.
*
❖ *
Caminando penosamente por el ras
trojo como judío errante, se acercaba
un linghera. Quedé mirándolo con mu
cha atención y curiosidad hasta que
descargó su maleta al lado de la casilla
desde la cual el capataz le hizo varias
preguntas.
De un salto bajé de la estiba de
rrumbando una bolsa y corrí hacia él
para escuchar sus palabras.
En este momento se nos acercó mi
padre. Al oir las confusas respuestas
del pobre hombre ordenó al capataz que
le dieran trabajo, advirtiéndole que si
estaba cansado comenzara a trabajar
el día siguiente.
En seguida me metí en la casilla,.
busqué el jarro más grande y lo hice
llenar de vino para ofrecerlo al lin
ghera que lo tomó sonriéndome agra
decido. Luego, haciendo un extraño ges
to, comenzó a mirar a los horquitlcros
que envueltos en una nube de polvo le
vantaban enormes gavillas para arro
jarlas en la rugiente boca de la trilla
dora.
De repente, como si se olvidara de
su cansancio, arrancó una horquilla que
estaba clavada en la tierra blanda y
se dirigió a la parva; la hundió en la
paja y con agilidad de marinero fué
trepando hasta lo alto donde un viejo
paisano que se acomodaba la faja, de
senrollándola se la alargó para que se
agarrara a ella y subiera más fácil
mente. .
El «pobre gringo» allá arriba de la
parva, sin hacer caso de las bromas
del más flojo de los peones miraba
entusiasmado la verde extensión de la
llanura.
Brotaba en su alma una hermosa es
peranza que para él era sublime. ¡Pen
só que con sus brazos y su paciencia
podría ser dueño de esos campos! Y en
tonces, clavando impetuosamente la hor
quilla, empezó a echar montones de pa
ja con tanta energía como si quisiera
de un solo golpe levantar la parva
entera y hundirla sobre la máquina.
El potente motor aceleró su marcha.
Su bramido estrepitoso apagó todas las
voces, todos los gritos, vibrando por el
rastrojo como un himno a su esperanza...
Felipe San Lorenzo