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ASUNCION. 15 de Julio de 1913
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REVISTA LITERARIA, CIENTIFICA, SOCIAL,
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Núm. 7.
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* REVISTA LITERARIA, CIENTIFICA,
SOCIAL, FESTIVA Y DE ACTUALIDADES
AÑO I.
O
.
NÚM. 7.
Ca cuestión social.
Vengo leyendo desde hace meses los
artículos que dedica á la cuestión social
en El Economista Paraguayo su direc
tor Rodolfo Rittcr. Alabar á los amigos
me repugna un poco: me hace el efecto
de alabarme á mí mismo; pero ¿porqué
no he de reconocer la verdad, sobre to
do cuando se trata de una persona cuyas
ideas no acepto? Ritter es de lo que
puede ofrecer el Paraguay intelectual de
hoy. Los profesores de gramáticas del
colegio nacional imputarán al doctor Rit
ter incorrecciones muy naturales en quien
no maneja su propio idioma; nosotros en
cambio nos felicitamos de que posea cua
tro ó cinco lenguas y nos ponga en con
tacto con las literaturas respectivas, aun
que sea á trueque de que no domine
todos los secretos del le, del lo, y del
hubiera, habría y hubiese habido. Lo fre
cuente y lo triste es cometer galicismos
sin saber francés. Digo que estamos
en presencia de un talento clare, flexi
ble, extenso, que se asimila con fácil
rapidez cuanto percibe, y expresa con
lúcida elegancia lo que se ha asimilado
ya. No penséis que la erudición de Rit
ter se reduce á la economía política. Le
hallaréis bien informado en historia, en
filosofía, hasta en física, en biología y
en arte. Está al tanto del movimiento
científico contemporáneo. Espíritu ilus
trado en el sentido más vasto de la pa
labra, su gran lectura, su perspicacia, su
honradez mental hacen de él un crítico;
su trato simpático y su elocuencia hacen
de él un maestro. La juventud asunce
ña usufructuará en él un magnífico texto
de consulta: «Amadle, aprovechadle, ho
jeadle», exclamo en voz alta. Y en voz
baja añado: «no le sigáis». Porque Rit
ter, que lo tiene todo, no tiene la fé.
Hagamos nosotros, que tenemos la fé,
algunas observaciones al trabajo del doc
tor Ritter.
I
EL PASADO
Nuestro autor empieza advirtiéndonos
que la cuestión social es insoluble. ¿ De
bemos pues considerarla como la cua
dratura del círculo ó el perpetuum mo
bile, un problema por la imbecilidad hu
mana planteado, en el cual, ya que no,
guarismos y figuras, se han gastado, va
namente infinitas teorías utópicas, fra
ses subversivas y conspiraciones rabiosas?
Ritter habría evitado que sacásemos tal
consecuencia, si nos hubiera dicho, no
que la cuestión social es insoluble, sino
que se está resolviendo desde los co
mienzos de la civilización. Pero no pa
rece partidario de esa continuidad histó
rica; su primer cuidado es romperla. «To
da la historia de Roma, declara, refleja
122
Crónica
luchas de clases, pero jamás han aban
donado el terreno de las aspiraciones y
reivindicaciones individualistas .... No
encontramos ninguna tendencia contra
ria ala propiedad individual... ni la me
nor contra el principio de la propiedad
individual... etc., etc.» Los profetas he
braicos «no aspiraban á la supresión de
la propiedad individual, sino de sus ex
cesos ... Nos parece pueril buscar en
los Evangelios, como se ha hecho tan
á menudo, sea la condenación sea la jus
tificación del principio de propiedad . . .
En toda la doctrina de Cristo y de los
apóstoles encontramos el menor rastro
de una tendencia hostil á la propiedad.»
Las comunidades cristianas fueron ex
trañas á nuestro comunismo: «en ningún
momento ese comunismo abandonaba la
suposición de la propiedad individual».
La vida monástica de la edad media «no
tiene casi ninguna relación con las con
diciones de la vida moderna, ni siquiera
con los principios de los reformadores
sociales actuales» ... Luego nuestra épo
ca está aislada de las anteriores; nues
tros conflictos, nuestras angustias, nues
tras esperanzas no tienen pasado; Babeuf
y Owen han crecido por .generación es
pontánea, Marx y Kropotkine han caido
de la luna!
¿Por qué entonces nos conmueve aún
la voz de Isaías: «el que construya una
casa la habitará; el que plante un arboi
comerá su fruto»? Este beduino no ha
bla con la precisión de Engels, pero le
entendemos muy bien. Entendemos á
Epicuro cuando se entretiene en probar
á los griegos que un esclavo es un hom
bre. ¿Tanta distancia hay de! «dadlo
todo!» de Jesús al «todo es de todos!»
de los modernos agitadores? San Pablo
dijo: «el que no trabaja que no coma!»
y lo repiten hoy todos los trabajadores
hambrientos á todos los que comen sin
trabajar. «Tuyo y mío... qué palabras
de hielo!» clama el Crisóstomo, y añade:
«el rico es un salteador». «La propie
dad es un robo» contesta diecisiete si
glos más tarde el eco de Proudhon. Y
ti famoso apostrofe de Tiberio Graco
á los patricios, ¿no es de actualidad, no
es propio de un Hervé? Oid: «Las bes
tias feroces que discurren por los bosques
de Italia tienen cada una su guarida y
su cueva, en tanto que quienes pelean
y mueren por la Italia carecen de techos
y de hogares; andan errantes por los
campos, con sus mujeres y sus hijos;
y sus caudillos no dicen la verdad cuan
do en los campos de batalla Ies exhor
tan á combatir contra sus enemigos por
su patria, sus aras y los sepulcros de
sus mayores, porque de un gran núme
ro de romanos ninguno tiene aras ni se
pulcros de sus mayores, sino que por
el regalo y la riqueza ajena combaten
y mueren, y cuando se les dice señores
de toda la tierra, no tienen ni un pedazo
que sea de su propiedad.» A qué seguir?
El doctor Ritter, con una imparcialidad
digna de elogio, nos presenta una larga
serie de ejemplos por el estilo, debidos
á filósofos, á moralistas, y á la agude
za popular de todos los tiempos, y mal
que le pese no consigue sino conven
cernos de la solidaridad histórica de los
miserables.
Siempre, lo mismo ahora que hace seis
años, hubo una minoría que ha vivido
del trabajo y del sufrimiento ajeno. Siem
pre hubo una vasta multitud de infelices,
que para el grupo de propietarios arma
dos, no eran más que máquinas. Hegel
lo ha dicho admirablemente: «La con
dición esencial de toda tiranía, política
ó económica, es que está obligada á tra
tar como instrumentos inertes á los hom
bres, los cuales, sean lots que fueren,
jamás piensan en descender al nivel de
máquinas materiales.» Profetas contra fa
riseos, plebeyos contra patricios, escla
vos contra libres, siervos y pequeños
burgueses contra señores feudales, arte
sanos y manufactureros contra burgue
ses, proletarios contra patrones, es la
eterna rebelión de los que no soportan
ser tratados como máquinas, de los que
prefieren la negación de su ser físico á
la de su ser consciente, y sucumbir á
desgradarse. Por eso 1 la historia de la
humanidad no es sino la epopeya única
de la conquista de la vida y la emanci
pación del trabajo. En todo instante
Crónica
123
el c./den social fué observado y demos
trado i licuó por los pensadores. Si cl
aspecto concreto cie lo inicuo es la pro
piedad legal, su aspecto psicológico es
la avaricia impune, la avaricia alentada,
honrada, erigida en gloria y en virtud.
Donde se establece la propiedad se esta
blece la lenta y cobarde tortuca de los
desposeídos.
Cuando el jefe salvaje se hizo propie
tario de los rebaños del enemigo, y de
campos más fértiles, sustituyó el cani
balismo por la esclavitud; cuando los
indios concluyeron de vagar por el de
sierto, y reposando en la tierra de Ca
imán se hicieron propietarios, apareció
la servidumbre, la miseria, y estallaron
las maldiciones de los iluminados; cuan
do el cristianismo llegó a.l poder, des
apareció la pureza de las primeras comu
nidades; los grandes santos, con el asco
en el alma, huyeron á los páramos y á
las selvas; el catolicismo, al hacerse pro
pietario, se volvió usurero y verdugo.
No seamos formulistas al punto de dis
cutir la sublime unidad de nuestras lu
chas solo por no haberse en tal ó cual
periodo negado de una manera explícita
el concepto jurídico de la propiedad. Re
chacemos la casuística distinción entre
el principio de propiedad y sus excesos.
Miremos más alto, más hondo; no ten
gamos miedo de hacer la realidad dema
siado amplia. El principio de propiedad
no puede ser justo; el exceso de lo justo
no puede ser injusto. La propiedad es
una forma de parasitismo; desarrollada
ó en germen es un veneno que nos de
bilita, que nos enferma, que nos hará
perecer si no lo eliminamos. Qué medi
co sería el que se conformara con los
bacilos de Kocli, y se limitara á corre
gir Los excesos de la tuberculosis? Es
el sistema de Roosevelt, de los millona
rios filántropos—tan filántropos y sobre
todo tan millonarios!—el sistema de la
inextinguible «raza de víboras», servir á
los amos, podar hipócritamente las ra
mas del árbol del mal mientras en si
gilo se abona y' se riega su infame raíz.
Mas qué impor 1 No se ataca, ao se
circunviene, no :e conmina la obra de
la propiedad sin herirla en su centro
mismo. Espartara intenta traer por la
violencia el «reino de Dios» á este mun
do—es decir, una mejor distribución de
la riqueza; Jesús intenta traerlo por la
dulzura á los espíritus: «mi reino no es
de este mundo», es decir, del mundo de
hoy, pero sí del de mañana. Qué es lo
espiritual, qué es el cielo, sino la ima
gen del porvenir, la visión de la felicidad
de-nuestros hijos?» Ante Espartano y
ante Jesús, ante el golpe y ante la ple
garia, la propiedad retrocede. Contem
plad el inmenso fresco de la historia;
ved la propiedad en perpétua retirada
ante el trabajo, cediéndole una parte
siempre mayor de bienestar, de inteli
gencia y de empuje. Desde los esclavos
que faenaban bajo el látigo, con grillos
en los piés, hasta los obreros modernos,
instruidos, altivos, sueltos y ágiles, con
la rebeldía metódica en el cerebro y la
victoria final en el corazón, qué enorme
camino recorrido! Ved la propiedad cer
cada y oprimida por millones de brazos
atléticos, que la asfixian poco á poco!
Qué ingratos seríamos con nuestros pa
dres, si al reconocer que su sangre y
sus lágrimas son nuestras, no recono
ciéramos que nuestro triunfo es su triun
fo, y que la aurora que á nuestros ojos
despunta es la que como un presenti
miento divino acarició sus nobles frentes,
levantadas en medio de la noche!
Dice el doctor Ritter: «La libertad
de trabajo ha sido definitivamente ope
rada por la revolución». Rectifiquemos.
A quien la revolución ha libertado es á
la burguesía. Refundió los antiguos pri
vilegios en el de la propiedad, y los tra
bajadores experimentaron en el acto los
efectos de la unificación de los despotis-
tismos. Se les prohibió asociarse, y des
de 1876 se proclamó algo que no se to
leraba antes: la legalidad del interés del
dinero. El préstamo se hizo honroso.
La venta fué venerada. Los papás em
pezaron á predicar á sus hijos la codi
cia. El cínico ideal que se nos inculca
en el hogar y en la escuela es el del
austero Guzoi: «enriquecéos, enriqué-
céos!» La trama de las relaciones so-
>•'.
124
Crónica
cíales está constituida por el despojo re
cíproco, siempre que se ejecute en el
orden marcado por las leyes. Aunque
á la larga nunca daña el aniquilamiento
de los privilegios, sean los que fueren,
es innegable que por de pronto los de
rechos políticos empeoraron la situación
de la clase productora. Más tarde, y
en una reducida esfera, se utilizaron pa
ra obtener la libertad económica, que.es
la única real, pero su acción espec.üea
es lubrificar, regularizar, asegurar -1 f r-
midable mecanismo de la opresión bur
guesa. La revolución puso en presen
cia al rico y al pobre, armando el uno
hasla los dientes, extenuado y desnudo
el otro, y les dijo: «ahora, el combate
es libre; destrozaos, nadie os lo estor
bará.» Nuestras legislaciones tan bené
volas con el homicidio, son implacables
para los atentados- á la propiedad. ¿Qué
se hizo de aquellas hospitalarias, casi
patriarcales atenciones á un régimen bár
baro? Hace muchas centurias, sabían
los desheredados que cuanta leña pudie
ran á hombros llevarse del bosque se
ñorial era suya; en ciertos dias festivos
los príncipes de Italia tenían que abrir
sus palacios á la plebe y los de Alema
nia sentaban á su mesa los villanos, l os
códigos actuales, inspiran en la Roma
toril y redactados con una ferocidad gla
cial, encierran monstruosidades como
ésta: «todas las obras, siembras y plan
taciones se presumen hechas por el pro
pietario y á su costa...» (art. 359 del
código civil español) ¿ Y qué diremos
de la llamada ley de vagos, que consi
dera la indigencia un delito? Pero hay
que ir á las jóvenes repúblicas america
nas, tan atónitas de su Constitución que
por respecto no la practican jamás, hay
que ir á la nación-estómago para en
contrar la idolatria del oro convertida
en demencia. Los jueces de Buenos Ai
res han castigado con cuatro años de
cárcel á un desventurado que había sus
traído un dedal, y con seis á otro que
se había apropiado de unos calzones... No
obstante, las ¡deas avanzan, hasta entre
los que ostentan la librea de su toga.
Un magistrado de los Estados Unidos,
después de absolver á un mendigo que
había robado—era en invierno- un tro
zo de carbón de los almacenes de una
compañía ferroviaria, le advirtió que se
abstuviera de robar mientras no se le
nombrara miembro del directorio. Mag-
riaud, que honra á la Francia más que
todos’-sus políticos juntos, dicta desde
el modestísimo tribunal de Chateau Thie-
rry sentencias redentoras que extrañan
al mundo. Oid sus máximas: «La pro
bidad y la delicadeza son dos virtudes
infinitamente más fáciles de practicar
cuando no le falta á uno nada, que cuan
do se está desprovisto de todo.—Lo que
no puede ser evitado no ha de ser cas
tigado.— Para apreciar con equidad el
delito del indigente, el juez debe, por
un instante, olvidar el bienestar de que
goza, á fin de identificarse, cuanto le
sea posible, con la situación lamentable
del ser abandonado de todos. El obrero
solo es quien produce, y quien expone
su salud ó su vida en provecho exclu
sivo del patrono, el cual no puede com
prometer más que su capital.» He aquí
un regulador de conflictos sociales que
no es un juez, que no es un muñeco
siniestro, sino un hombre, es decir, un
ser de comprensión y de solidaridad.
El socialismo en el Paraguay
Que haya cuestión social en el Para
guay le parece al doctor Ritter una bro
ma de mal género.
«¿ En el Paraguay, dice, en el Para
guay, cuyas tres partes no han salido
todavía de la economía natural? ¿dónde
una gran cantidad de relaciones jurídicas
y económicas: arrendamiento, locación
de servicios, compra-venta, se rigen, no
por la ley escrita, sino por la costumbre,
y se liquidan, no con dinero, sino in
natura? ¿en el Paraguay, donde en
todo tiempo, fuera del de la crisis, la
demanda de brazos supera la oferta, de
suerte que es el obrero quien impone
Crónica
125
sus condiciones y exigencias á los pa
trones y no al revés? ¿en el Paraguay,
donde el carpintero, albañil y cualquier
obrero manual gana el doble y el tri
ple del maestro tle escuela, del emplea
do público, del periodista?... ¿Cuestión
social, aquí en el Paraguay. ¡ Vaya ...
vaya!...»
No veo sino un modo de que no hu
biese cuestión social en el Paraguay, y
es que la sociedad paraguaya fuese per
fecta. ¿ La cree perfecta el doctor Ritter ?
¿Se puede negar el estado miserable de
la población? Recientemente, un adver
sario me atribuyó el aserto de que el
Paraguay es el pueblo más hambriento
de la tierra. Yo no he aludido al ham
bre, sino á la alimentación deficiente, lo
que es muy distinto. La alimentación tie
ne que servir para algo más que para
matar el hambre. El campesino para-
raguayo se nutre de maíz, mandioca, un
poco de sebo y carne vieja y un puña
dos de naranjas. Lo que contribuye á
mantenerlo en su abatimiento semi-pato-
lógico, no es precisamente la escasez,
sino la odiosa uniformidad de su comida
Hay en Europa presidios en que el «me
nú» es más variado que el de nuestros
trabajadores, y no obstante ocasiona, si
no se cambia de cuando en cuando, esa
inanición especial de las cárceles. No
insistamos, porque sería cruel, en el aban
dono de las masas, en su ignorancia, en
su á veces bochornosa resignación. ¡ Po
bres paraguayos, desvalijados por aboga
dos y procuradores, apaleados por los
jefes políticos, arreados á patadas al cuar
tel ! ¡ Cuántas dolencias sufre este no
ble país, donde, según el doctor Ritter,
no hay cuestión social!
Si el carpintero gana más que el maes
tro de escuela y que el empleado pú
blico, deduciremos simplemente que tam
bién hay una cuestión social para los
empleados y para los maestros de es
cuela. En todas las naciones se agre
ga al ploletariado obrero el proletariado
de los intelectuales y el de los funcio
narios.
Es inevitable la cuestión social donde
rige el principio de la propiedad privada.
Admitamos que el Paraguay no padece
hoy los excesos del capitalismo. Maña-
na los padecerá, traídos forzosamente por
lo que llamamos democracia, civilización,
progreso. El planteo de la cuestión so
cial sería tanto más ventajoso cuanto que
es siempre más fácil prevenir que curar.
La renovación humana podría ser aquí
una evolución, y no una revolución. Al
lado tenemos los argentinos; hace pocos
años eran sus condiciones económicas
semejantes á las nuestras. Y ya han en
trado en la era de la dinamita.
Pero ni siquiera nos es permitido con
solarnos con la «envidiable» situación del
operario paraguayo. A las costureras de
blanco se las paga en Asunción tres,
pesos papel por una docena de camisas
de hombre. El comerciante lucra el 500 ó
fiOO por 1Ü0. Harto estoy de escandali
zarme del sueldo de los peones de estan
cia, condenados á la ruda faena del rodeo
y del lazo,- pasándose dias en ayunas
y al sol: veinte pesos, ocho francos al
mes! Y los obrajes, los quebrachales,
los yerbales ... He denunciado al pú-.
blico, en 1908, que 15.000 paraguayos
son esclavizados, saqueados, torturados y
asesinados en los yerbales del Paraguay,
de la Argentina y del Brasil. Nadie ma
nifestó el menor afán de verificar los
hechos y remediar tanta infamia. Ni el
govierno cívico ni el radical se ocupó del
asunto. ¿Paraguayos esclavizados? Va
liente novedad! El «patriotismo» tiene
otros negocios que atender. El único
ciudadano—ironías de la suerte !—que se
dirigía á las autoridades—vanamente, re
clamando ayuda para los parias del Alto
Paraná, era... monseñor Bogarín, á quien
oí decir en broma una vez; «lo que ne
cesitan aquellos infelices es que les vi
siten unos cuantos anarquistas». Las pu
blicaciones de Julián Bouvier, desde Po
sadas, y las mías, desidieron al gabinete-
argentino á enviar una comisión que
examinara los yerbales de Misiones. Más
ha de agradecer el proletariado paragua
yo á los gobiernos extranjeros que al
suyo.
Convenga el doctor Ritter que si los
obreros de los yerbales se hubiesen or-
126
Crónica
ganizado en sindicatos, habría una gran
vergüenza menos en América.
Escribe el doctor Ritte •: «Aquí, en el
Paraguay, siempre atrasado (¿lo «debu
tado» es conformarse con c! capitalismo?)
algunos intelectuales, hac: poco, han pro
curado importar el socialismo, pero, co
mo era de prever, sin ningún resultado».
No conviene juzgar precipitadamente
la influencia de las propagandas. El por
venir dirá. Observaré tan sólo, que ha
bría deseado que el Gobierno, compar
tiendo la opinión del doctor Ritter, no
me hubiera dado importancia. Me hu
biese ahorrado así dos meses de hospital
en Montevideo ...
Ni el Paraguay, ni el último rincón
del globo se sustraen ni se sustraerán
á un movimiento humano de la trascen
dencia de la emancipación económica. Se
trata de una ola más alta y más pro
funda que la extensióq del cristianismo
en los siglos XV y XVI, á la extensión
de la democracia en el siglo XIX. Es
el clima social del planeta lo que se
transforma ; aunque alceis en torno vues
tro muros de diez millas, no detendréis
la primavera! Nada detendrá la mar
cha del pensamiento en busca del dolor,
y el doíor está en todas partes. Nada
detendrá al Tiempo ...
Ojalá que un dia, el espíritu amplio
y penetrante del doctor Ritter, cediendo
á la fé, madre de las cosas, acabe por
acompañarnos en nuestra ascensión á la
luz!
Rafael BARRETT
San Bernárdino, Marzo 1910.
o::::;?;:::-'::':::;::::!'::::::::::::;::::::::::-:::::!:::::::::-:!::::::*:::::::::::::
J
iQuiero morir!
—¡Quiero morir!
Así me habló una noche mi histérica
ainiguita. La de los ojos muy azules.
Pero intensamente tristes. Labios muy
rojos; pero que no saben sonreír.
El jardín se estremecía con susurros
de confidencias. Las hojas secas mur
muraban. Y mi amiguita languidecía pen
sativa.
Apoyó su mano sobre mi hombro. Su
faz de nardo ensombreció un instante.
Brutalmente un sollozo agitó su pecho.
Rompió el aire con ritmo de suspiro; vi
bró un momento. Y, fué mesclándose
con el murmullo confidencial del jardín.
—¡ Oh! que dulce, que dulce será morir.
—Ven, virgencita. Te hablaré en voz
baja. Muy baja para que tu alma ingé
nua me pueda oir. Acá, muy cerca de
mí. Silenciosamente unidos sonambuli-
zemos el encanto de esta noche de opio.
¿Quieres? Haremos un viaje por los
dominios de la vida. Conozcos muchas
tierras ignoradas. Donde hay ilusiones.
Y esperanzas. Y placeres. Donde hay
flores sangrientas con la lujuria miste
riosa de un delito. Y flores blanca co
mo tu frente.
¿No ois un rumor lejano de alegres
fanfarrias? Son las almas de las cosas.
Cuentan cantando sus amores.
—Pero también sollozan.
—No importa. Si no supiéramos llo
rar, tampoco sabríamos cantar.
—Quiero ser feliz.
— Busca en el supremo placer de las
lágrimas.
—Tengo miedo.
—¿ Sufres ?
—No sé. ¿Verdad que la muerte es
buena?
—Para los que saben morir.
Pensé. Los gusanos son los seres anó
nimos que completan la vida. Nuestros
labios que han besado, nuestro cerebro
que aprisionó el infinito y que pensó y
creó, no mueren.
Siguen besando con el beso macabro
del gusano. Y pensando en la mente
gomosa y verde de los taciturnos guar
dianes de la muerte.
Imaginé ver á mi amiguita en la tum
ba. Sus ojos cerrados. Sus manos en-
Crónica
127
•^) {pintaria tííc «{^rônira*
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Sta. Irene dávalos
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lazadas. Sus pezones de lirios. Su cuer
po que nunca fue mío. En la tumba.
Muerta por mí. Hambrienta de caricias.
Porque no he querido despertarla. Por
que le negué la limosna de mis besos
de varón.
Porque tuve la huraña crueldad de un
asesino apretando una garganta. Y go
zando con su agonía. Y sintiendo la
voluptuosidad de verla morir.
Imaginé verla en la tumba. Entregar
su cuerpo á la caricia lúgubre de los
gusanos. Virgen núbil que no lia po
dido concebir.
Y en mi neurosis gozé con su putre
facta palidez. Y me estremecí de pla
cer ante la macabra imagen de la muerte.
No, no soy cruel. Soy el producto del
mundo. El hijo del esplín.
Incurablemente sentí celos. Celos sal
vajes. Ansias de aplastar gusanos. Y
de besar la boca yerta del cadáver.
Virgencita, la muerte no es mala,
pero en la tumba hay gusanos. Ven con
migo. Tus labios son frescos.
—Yo amo el silencio.
—Ven. Reclina tu frente de Coseta
sobre mi corazón. Quiero sentir palpi
tar tus sien.
Una tos, agitó su cuerpo. Su boca se
tiñó de rojo. Me sentí culpable.
Vibró el chasquido de un beso.
Asustada y temblorosa me miró con
miedo. Su faz de nardo ensayó una
sonrisa y en sus pupilas muy hondas
y azules brilló una incógnita luz.
Leopoldo CENTURIÓN
Crónica
Fortunato TORANZOS BARDEL
OTOÑAL
Juntos los dos, ¿recuerdas? á la grata
letal melancolía de tu huerto,
entonaban en lúgubre concierto
las brisas otoñales su sonata.
Extendía su túnica de plata
la luna triste sobre el mundo yerto,
y enredaban las sombras del desierto
del ocaso 1 las cintas de escarlata.
La Noche apresuróse en su carrera
y llegó, como un nuncio de la muerte,
creyéndote en mis brazos aterida.
Y cuando vino silenciosa á verte
halló tu labio, eterna primavera,
junto al mío, una abeja de la vida.
BAJO TUS OJOS
Dos magníficas chispas de diamante,
brotaba de tus ojos el destello,
cuando la rubia red de tu cabello
en flecos de oro te inundó el semblante
Tornó ese encaje de hebra centellante
tu faz más blanca y tu mirar más bello,
¡ y mordían el ambar de tu cuello
tres rojas sierpes de coral brillante !
Por verte así, como de un muelle nido
mi frente alzó del raso de tus haldas
un vago afán de besos y de... olvido.
Y de tus ojos, con tus rizos gualdas,
vertió en mi pecho el helios encendido
un torrente de luces de esmeraldas.
0
1 « Vjafe
i \ V V
UNA LÁGRIMA
Era una Magdalena. Compungida,
se estremeció á mi voz como una hoja:
empañaba sus ojos la congoja
de la casta inocencia arrepentida.
Se unió á mi sien su frente dolorida;
y, como perla que la mar arroja,
rodó empapando su boquita roja
de su llanto una lágrima encendida.
Detrás, en un manojo de destellos
rubios, cubrió su seno soberano
el penacho de sol de sus cabellos.
La Magdalena me miró un instante,
y se deshizo en su crispada mano
la temblorosa lágrima brillante.
•Vví*
Crónica
129
página inédita
He anuí una filigrana de aquel simpático atorrante lírico como lo llamó Soiza Reilly. I'oeta que supo
desgranar en la extensión hiperbólica de su ruta bohemia, harmoniosas y remotas melodías helénicas.
La presente fue escrita para una de esas fatuas hojas periodísticas que aparecieron cu el
después de la revolución de 1904.
país poco
ñnacreonte
Paros. La montaña con el vientre profundamente
herido, se indina hada el Oriente, bajo su toca de nubes.
A lo lejos la pincelada verde de una selva. En el nori-
zonte, la pompa fastuosa de un ocaso. La fimbria de
una nube diminuta ardiendo en rojo, parece el borde de
un labio que se entreabre á la caricia del beso. Por
entre un inmenso bosque de tallos de azucenas que agitan
levemente sus pompones, cruza una bandada de mariposas
consteladas de iris. Unjo los pámpanos opulento de una
vid, hacen chispear sus pupilas los silenos. Anacrconte
canta. Su cabellera flota al viento, como la seda de un
pendón. En sus pupilas levemente entreabiertas, hay
toda la casta magestad de un ensueño. Las cuerdas de
su lira vibran vagamente. Junto a él, Acrinio engarza
en la mañana de su cabellera, una constelación de lirios
que palidecen bajo la caricia de rosa de su mano.
ANACREONTE
Cuando el labio se entreabre en un
SLspiro, florecen las pálidas margaritas
del recuerdo en el corazón. De mis
pupilas sombreadas por el velo de mis
canas, brotan lágrimas heladas, con la
frialdad de la gota que se desprende de
la hoja para coagularse sobre el granito
de los túmulos. Aquel inmenso volcán
que rugía con rugidos de tempestades
dentro mi pecho, y aquellos cantos cris
talinamente límpidos que elevaba en. la
hora en que la aurora era un solo matiz
en el Oriente, ya no se hacen oir en la
gama prepotente de sus notas. Van á
morir entre la gloria del ocaso!
ACRINIO
Maestro: Tu cabellera blanca tiene el
casto colorido de las mariposas de un
ideal. Tú eres grande, con la grandeza
de una elevada montaña, sobre las me
nores alturas de una prolongada cordi
llera. ¿No ves el sol cómo trasmonta
esa cumbre para caer como un grande
y vibrante escudo de oro en el seno mis
terioso de Occidente? Sé tú como él,
y si íia llegado la hora de inclinar para
siempre tu cabeza, cae cantando ó túm
bate rugiendo!
ANACREONTE
Yo quisiera morir en la mañana, ar
rullado por un gentil coro de vestales
que calzaran sandalias de marfil y ciñe
ran sus cabezas con leves arcos del oro
de Arabia. Yo quisiera que mi último
rugido se confundiera en la explosión
de un beso.
ACRINIO
Maestro: Tu vejez es dulce, con la
dulzura de la miel cristalizadas por los
años en la breve extensión de musgosos
alveolos. Abre tus labios, haz vibrar
como una cadera de mujer las cuerdas de
tu lira, y canta tu égloga patética don
de el sentimiento es al alma lo que la
luz á la arista centelleante de una roca.
ANACREONTE
Yo quiero renacer en una eterna pri
mavera. Quiero sentir dentro de mis
venas, en vez de sangre tibia, de sangre
que se corrompe, la savia nueva que
pinta el rostro con el carmín de una
adelfa. Quiero verme reflorecer en el
lujurioso desborde de una vida nueva!
ACRINIO
Hay un turbión de lágrima en tu cara.
Déjalas ahí, para que ellas brillen ai
130 Crónica
caer sobre tu barba, como exhalaciones
que parten de tus pupilas para encen
derse en el cielo de tu rostro!
ANACREONTE
Ya me siento caer lenta, muy lenta
mente, como el velo que se desprende
de una cabellera y se tumba silencioso
como un inmenso y encrespado copo de
nieve.
ACRINIO
Tu los ha dicho, maestro: cuando un
grande hombre vuelve al seno de la
nada, de lejos parece una montaña que
bambolea, de cerca, un mundo que se
derrumba.
ANACREONTE
Bella es la vida cuando hay arpegios
en el alma. Mira la media luna, como
la punta de un dardo trunco hendiendo
el seno de! infinito. Ante tus ojos, es
la promesa de una ilusión; ante mi mi
rada es el andrajo de una esperanza!
ACRINIO
Yo besaré tus labios cuando la Muerte
los tiña con la tinta violácea de su mar
ca. Yo cantaré sobre tus despojos, tus
rimas cadenciosas, como la melancólica
vibración de un élitro ignoto!
ANACREONTE
Las tímidas sensitivas pliegan sus ho
jas al paso de la noche. Las estrellas
florecen en la sombra. La vía láctea
asemeja un girón del mediodía, pendien
te del dorso del infinito. Y á la luz de
los pálidos luceros, voy á morir. Pónme
sola loza de mi lira rota, para que allí
se destaque como las alas plegadas de
un águila vencida.
Y á lo lejos un matiz tornasolaba las cumbre con
una cinta de rosa. Más arriba, en el espacio ascendía
en espiras voluptuosas, una bandada de silenciosas K° _
tondnnas.
Martín de OOYCOECHEA MENÉNDEZ
Rdoración
Porque son tus ojos de un azul extático;
porque en el prestigio de tus bucles de oro
busco la elocuencia de mi sueño errático:
por eso te adoro.
Porque eres la eterna visión que persigo
y en que mis mas locas ansias atesoro;
porque tú has marcado la ruta que hoy sigo:
por eso te adoro.
Porque en el poema li.Jial de tu albura
canta lo impecable su divino coro;
porque eres tan triste, tan dulce y tan pura:
por eso te adoro.
Por eso te adoro, y en mi sueño errático
domina el prestigio de tus bucles de oro.
Porque son tus ojos de un azul extático . . .
¡Por eso te adoro!
Pablo M. YNSERAN
Crónica
131
14 de Julio de 1789.
¡La toma de la Bastilla! El 14 de ju
lio ha vengado á todos los pueblos, de
cía Chamfort.
París vengó al mundo. Con la Basti
lla cayó la opresión. La inmensa mole
al crujir, lanzó al mundo un grito de li
bertad. Una muchedumbre ébria de va :
lor al abrir las puertas de la sombría
prisión, escribió una máxima con sangre
en la Historia.
Tras de los muros otra muchedumbre
esperaba. Eran los esclavos, los pros
criptos, las sombras esqueletosas de los
mártires. Los ex-hombres.
La masa anónima, la multitud, hizo
temblar á los amos. No más tiranías.
A destruir lo viejo. La revolución fran
cesa es el comienzo del derecho.
Vaya nuestros saludos al pueblo fran
cés que supo tener héroes como Hulin,
Réole, Arné, Cholat. Gigantes de la re
volución.
Teatros
l.a “CHUS de Milano”—
La tournée artística de la «Cittá di Mi
lano»; que tan buena impresión ha de
jado en nuestro público, constituirá nue
vamente el mayor encanto del Nacional
durante unas semanas.
Nuestro mundo amante de las sutiles
emociones estéticas ya tendrán otra vez
ratos de solaz de inolvidables recuerdos
en la voz de la admirable Julia Lambíase
cuya feérica harmonia no se ha disipado
aun de nuestros oidos desde su última
visita. Juntas con las bellas y esquisitas
artistas Gilda Colombo, Margarita Abad-
cha, María Della Guardia y Emiiia Ma-
resca no tenemos duda alguna que nos
serán una verdadera predilección de del
mundo artístico asunceño. -
Completan el qlenco los tantas veces
aplaudidos tenores Pietro Maresca, Achi
lle Magnani, Salvatorc Morelli, Orlando
Bocci, Alberto Rossi y otros, cuyo ta
lento más tarde sabrán justipreciar la
sociedad asunceña.
La compañía viene á ofrendarnos con
la gran creación última de Franz Lehar:
Eva, cuya aparición, fué todo un aconte
cimiento artístico en los teatros de
Europa.
»w\
I,n tentativa escénira «le tJiiaiiiiino Un
£<>ro£lific«> iii«leN<‘ifral»l4‘ ?
Madrid, Junio de 191'3.
Se puede ser un gran escritor, un fi
lósofo profundo, un sabio eminente ...
y no ser autor dramático. Entre otros
muchos ejemplares que pudiera citar, re
cuerdo el de don Juan Valera, literato
excelentísimo, novelista de primer orden
(véase, entre otras novelas suyas. «Pe
pita Jiménez»), crítico y humorista incom
parable, que no pudo llegar á ser, aun
que lo pretendió con tenaz empeño,
autor dramático. Escribió muchas obras
para el teatro; pero su gran sentido crí
tico, su serenidad de juicio y de espíritu
y su perfecta ecuanimidad le advertían
oportunamente que aquellas obras, no
eran representables, y se guardaba muy
bien de darlas á la escena. Con la bri
llante y altísima reputación de que go
maba, fácil le hubiera sido imponer sus
obras en cualquier teatro. Ni lo intentó
siquiera. Con el título de «Tentativas
dramáticas» publicó don Juan Valera va
rios tomos de comedias, ninguna de las
cuales quisa someter á la arriesgada
prueba del estreno. Hizo perfectamente
y procedió como un sabio, un sabio de
verdad. Aquellas obras, aquellas tenta
tivas dramáticas, admirablemente escri
tas, no eran representabas; y la prueba
de que él lo sabía era que no intentaba
su representación.
El rector de la Universidad de Sala
manca, sabio erudito, filósofo profundo
132
Crónica
y escritor paradógico y extravagante, no
tiene, seguramente, para sí propio el se
vero sentido crítico que tenía don Juan
Valera; escribe para el t;atro, cree que
es bueno lo que escribe y se empeña en
hacer representar sus dramáticas produc
ciones. Como la vida es corta, y forzo-
mente y contra su voluntad, se queda
uno sin leer muchas cosas buenas, con
fieso que no leo al señor Unamuno desde
hace algún tiempo, desde que dijo (des
de las columnas de «Mundo Gráfico») que
«á Cervantes se le puede conceder algún
talento» y que «el «Quijote» es un libro
estimable».
Pero sí, como digo, no leo desde en
tonces al señor Unamuno, asistí al teatro
Español, á la función de despedida de
la compañía de Tallavi, y, por consiguien
te, presencié el estreno del drama (así
lo califica su autor) «La Venda», original
de don Miguel de Unamuno, del cual ni
siquiera se puede decir lo que él dijo del
«Quijote».
Necesitaríamos tener una venda en los
ojos y otra en el entendimiento para no
percatarse en seguida de que la dicha
producción es un jeroglífico indescifra
ble, sin ninguna de las condiciones que
debe tener la más modesta obra teatral.
Por respeto al nombre del autor, y tam
bién, y principalmente, porque la obra
es de muy cortas dimensiones, el públi
co la oyó con relativo respeto. No sé
lo que hubiera pasado si la representa
ción se prolonga cinco minutos más. La
generalidad de los críticos, al hablar del
estreno de «La Venda», han echado una
de cal y otra de arena, dejando adivinar
la verdad entre líneas, y hasta ha habido
quien ha elogiado sin reservas la dicha
producción, diciendo que «ese es el ca
mino». ¡ Aviados estaríamos si ese fuere
el camino de la literatura dramática!...
Por ese camino.no se va á ninguna liar
te. Hay que decirlo sin rodeos y sin
eufemismos: «La Venda», como obra es
cénica, es rematadamente mala, lo peor
que hemos visto, y no se concibe el
atrevimiento de ponerla en escena.
Frecuentemente se dice, y se escribe,
que hay moldes nuevos en sustitución
de los antiguos; que lo que priva es el
teatro de ideas, sin acción y sin movi
miento; que hay que huir del «efectismo»
y llevar al escenario la realidad de la
vida en sus aspectos más feos y repug
nantes ... y otras tonterías por el estilo.
Todo eso es música celestial y voces
que han hecho correr los pavos que no
saben escribir comedias. Por muchas teo
rías que se inventen y muchas vueltas
que se le dé al tema, siempre vendre
mos, necesariamente, á parar en que, en
el teatro, como en todas las ramas del
a:.: y la literatura, sólo hay dos géneros:
el bueno y el malo. Lo demás es lo
que le dijo Pucheta á cierta señora.
Dotas sueltas
Sorprendida nuestra buena fé, por la
orfandad de escrúpulo de un joven ex
periodista, cuyo nombre no hacemos co
nocer al público por consideración, he
mos publicado en el número anterior,
una composición intitulada «Así te quie
ro» que resultó ser copia vergonzosa de
una publicada en el «Fogón» de Monte
video.
Creimos con sinceridad, de que se tra
taba de un trabajo de algún inteligente
estudiante, cuyo mérito no se podía po
ner en duda.
Pero la mala fé, de los que tienen
por oücio la hidrofobia y la envidia, dis
frazadas en un pseudónimo, no teniendo
otra intención que la de desprestigiar
nuestra publicación, tuvo la desvergüen
za de hacer su auto-acusación de pla
giario en un colega, con la firma Mirtal.
Para estos castenes de la pluma, en
vidiosos del triunfo ajeno, tenemos un
gesto de desprecio, como los del amo
ante los perros que le ladran.
En la próxima semana, verá luz, una
publicación semanal, dirigida por el poe
ta Fermín Domínguez.
Inútil es decir que la revista tendrá
una gran aceptación, dada el prestigio
intelectual de que goza su director.
Crónica
133
El esquisito poeta Fortunato Toranzos
Barde! ha entrado á formar parte dei
cuerpo de colaboradores de Crónica.
Para el próximo número, daremos un
notable poema inédito, del eximio cantor
lírico del alma guaraní, que en an bellos
versos sabe darnos á gustar las armo
nías espirituales de su lira.
Sección festiva
ICn lu IR'tlunlóii «1c . . .
... una célebre revista romántica, ti
tulada «El azul en el amor» cuyo director
soy yo, un jovencito espera.
Yo escribo. No le miro; para eso soy
Director. Y, nada menos que aspirante
á la gloria.
Después de una grave actitud acadé
mica, que hizo saltar un botón de mi
camisa, me digno hablarle ...
—Joven ...
—Maestro ...
Salta otro botón.
—Maestro ... Su fama ha llegado has
ta mí... y hasta una bellísima señora
que es quién me envia.
—Y qué desea de mí esa encantadora
Venus? ¿Un soneto? ¿Un poema?
—No, maestro.
—¿ Algún madrigal en que haya cosas
azules ?
—T ampoco.
—¿Me envia su corazón en algún
frasquito con naftalina?
El jovencito sonrió y me alargó un
papel.
Es el amor que golpea mi corazón,—
pensé—¡Oh! Diosa, al fin.
Desdoblé el papel. Ni un Ministro
se ria más feliz que yo. Figuraos el
amor, algo así como una cena después
de una rigurosa semana santa.
Me acordé de Farquar y le tuve lás
tima. ¡Oh! Cresos arrodillaos antemí.
Dn ruidito muy molesto en el hipogas
trio me anuncia que ... mi almuerzo ha
sido pura teoría.
¿Qué importa? Una señora me ''acri
be. Una señora hermosa que come tres
veces al día. Seguro que tiene un perfil
griego. Un montón de Afrodita. Una
boca más roja que el vino de á tres
reales. Unos piececitos de bayaderas
Y unos zapatitos ... Como ... como el
mío nó. Mis zapatos han resuelto el
problema de la ancianidad.
¿Y las manos? Blancas, dedos finos
y sortijas sin papeleta de empeño. ¡Que
delicia ... seria, el poder ir con ella al
Monte-pio! Por lo menos me dán cien
pesos. ¡Cien pesos? Un banquete colo
sal. Ni Baltazar, ni Camacho.
Desdoblé el papel. ¡Horror!
«Señor Director. Ya no puedo más.
Hace seis meses que no me paga por la
ropa que le lavo. La cuenta alcanza a
cien pesos».
LEO
página femenina
Noli re Modati—
De intento no he querido tocar en
mis crónicas anteriores la cuestión som
breros: Esperaba indudablemente que
las revistas de París y Viena nos hubie
ran proporcionado alguna sorpresa y que
finiquitada la estación de pequeños mo-
delitos, habrían resurgido los anchos
sombreros y con ellos la ocasión de lu
cir finísimos «aigrettes» de garza ó «Pa-
radis» ó las magníficas «pleureuses» de
avestruz del Cabo.
Mas, nó, los que di .¡gen desde allá la
nave en donde se mecen los caprichos
de la coquetería femenina no lo han
querido así, y, quiérase que no se quiera,
continuaremos usando, quien sabe hasta
cuando, los á veces ridiculos, á veces
graciosos, pequeños sombreritos, ador
nados con sencillos y pequeños cucuru
chos de plumas.
134
Crónica
Tendremos, pues para el verano próxi
mo una continuación de los modelos que
tanto liemos llevado en los meses de
invierno, sin grandes modificaciones; re
emplazaremos con cintas de colores chi
llones los caprichosos «aigrettes» de la
moda invernal y para cambiar un poco la
decoración, echaremos mano de las flo
res más extravagantes, no siempre las
más lindas, y en grupos ó guirnaldas
desordenados los colocaremos á la «ne-
’gligé» ya que las exigencias de la moda
y la obediencia ciega con que seguimos
sus inclinaciones nos ha puesto en el
taso de hacerlo todo á la «danS façon».
Éntre tanto seguiremos usando los cas
quites pequeños de terciopelo y raso,
bien sean negros ó blancos ó las dos
cosas á un tiempo, pues por estar de
gran moda y ser livianísimos tienen la
doble ventaja de costar poco dinero y
de poderse llevar durante el invierno, la
primavera y el verano.
Entiéndase bien que estos sombrerítos
sen paira vestir, pues para de mañana
llévase muellísimo y produce muy bonito
efecto el chambergo de paño, bien sea
'negro, blanco ó de colores: Si es flexi
ble, mejor, porque así se amolda á todos
los peinados y á todas las formas.
NOHEMl
En honor de la mujer—
Existen cosas de excepción, extrañas
á todo procedimiento usual, cosas que
viven de su castidad y que tienen ce
rrada la puerta tras de sí, y, quizás, la
más íntima y principal de todas es el
honor de la mujer. Por eso causa una
gran impresión de tristeza que una cosa
tan sutil, tan puramente sentimental y
espiritual como el honor, pierda la idea
de su esencia. Entre nosotros ha sido
siempre romántica y caballeresca la idea
del honor, reflejada en toda nuestra li
teratura clásica, la cual proclama como
axioma que:
Honra y vida que se pierden
no se cobran; mas se lavan;
concepto que se repite en las obras de
Vélez de Guevara, Lope, Rojas y todos
los grandes ingenios, hasta que Calde
rón lo define de modo admirable y sin
tético :
El honor es patrimonio del alma.
De este modo, el concepto del honor
se forma de todo lo íntimo, de todas
las delicadezas, de algo que lleva su cla
ridad consigo mismo de un modo incon
trovertible y con una elevación en la cual
se conserva imperando de manera que
hasta Echegaray, el cual recoge el es
píritu romántico del siglo XIX, asegura
rotundamente:
Discutir el honor es deshonrarse.
Por eso era bello el lance personal,
la defensa lírica, el gesto airoso ante
el honor ofendido, y se cuidaba, sobre
todo, de la reserva, merced á la cual
podía aún salvarse, y no era imposible
su limpieza. Se cuidaba el secreto con
una pasión espontánea, que daba firmeza
á la idea de que debía vivir en una
altivez privada y hermética. Una ofensa
al honor se dilucida á puerta cerrada y
haciendo el silencio entre los mismos
litigantes siempre que se ve fisgar al
público, cuidando de que no transcienda
á él la disputa. No ha modificado el
tiempo, porque no se puede modificar,
el concepto intrínseco y abstracto del
honor; pero las costumbres le han he
cho menos feroz, menos suspicaz, menos
declamatorio y menos teatral.
Cuando más se adelanta en civiliza
ción el honor se convierte más en con
ciencia de sí mismo, en victoria sobre la
hipocresía, en inteligencia, sin que el
amor ni ninguno de los sentimientos na
turales arrojen sobre él una mancha
irreparable y vergonzosa. Pero subsiste
siempre, especialmente al tratarse de mu
jeres, un sentimiento de recato. El ho
nor es como el silencio: quien le nombra
le rompe. Así es que en toda quiebra
de honor la aspiración principal del ofen
dido, después de conseguir la reparación,
es rehacer el silencio y no volverlo á
romper con sus gritos. El sentimiento
del honor ofendido no puede ser iracun-
Crónica
135
do, colérico ni bilioso; debe ser ante
todo, un sentimiento Heno de dignidad,
de presencia de ánimo, de dolor conte
nido, para que en una severidad muy
grande se resuelvan las diferencias.
Todo pleito sobre el honor no puede
transcender después de un acto caba
lleroso y sensato de satisfacción por
parte de quien pudo ofender sin inten
ción de hacerlo. Repuesta la fama, no
queda nada que solventar, y si la parte
ofendida se empeña en perseguir y di
vulgar la ofensa, incurre en la difama
ción de sí misma. Quizás las mujeres
que por algún motivo sostienen una re
putación pública podrían ampliar el con
cepto del honor hasta límites extraordi
narios. En ellas la fama tiene un valor
que necesita explicaciones extensas, y,
sin embargo, estas mujeres sufren la pu
blicidad de anécdotas falsas con clemen
cia magnánima. No se pierde, como en
las demás, ni el recuerdo del nombre ni
la calumnia, y, sin embargo, dueñas de
sí mismas, por un sentimiento fuerte y
seguro, saben que el mal se resuelve
mejor con el silencio y con procedimien
tos privados que con campañas públicas,
y no se atreven á emplear los medios
de que podrían disponer.
¡Cuánto mayor no debe ser ese sen
timiento de recato en mujeres discretas,
cuyos nombres se olvidarían si no se
empeñasen en divulgar y dar publicidad
á la ofensa!
Nadie se fija en que un dia aparezca
el nombre de un «Pablo Pérez» en la
sección de robos de un periódico si al
dia siguiente no rectifica diciendo que
«el conocido don Pablo Pérez» no es el
autor del robo cometido el dia anterior.
Todas las cuestiones de honor tienen
que estar presididas por una dignidad
y discreción tan grandes, que no se pier
da y se manche más al pretender sal
varle de modo imprudente, cuando, en
realidad, no estaba comprometido. No
hay nada que pueda recompensar al ho
nor, ni tribunal que pueda cotizar su
precio, ni indemnización que lo satisfaga.
Sería una degeneración, no ya del ho
nor privado, sino del honor nacional,
tomar por pretexto las luchas políticas
y de bandería, propias de espíritus sec
tarios, estos sentimientos tan puros y
tan recónditos.
No trato de ningún caso concreto, pe
ro en el supuesto de que un asunto de
honor se haga, desgraciadamente, públi
co para ser preciso buscar su depura
ción en los Tribunales, el fin perseguido
ha de ser la satisfacción completa de
la víctima, su reivindicación, la procla
mación de su inocencia. Cuando el abo
gado del ofensor pone especial empeño
en consagrar y exaltar el nombre del
ofendido, aún sin pruebas para ello, de
jándolo limpio de toda mancha y sospe
cha, nos encontramos ante el «duelo ju
rídico», en el mismo caso que el «vis-
á-vis» de los p.i trinos de un duelo real,
donde si los padrinos del ofendido dan
toda clase de explicaciones con respecto
al daño causado y lo restablecen por
completo, el acta es satisfactoria y ter
minante (á menos que se negara la \en-
ganza de un espadachín), quedando sol
ventada la parte moral de la cuestión.
He derivado este asunto hacia el terrmo
de los lances de honor, presididos por
un Código rigurosísimo, para hacer o m-
prender á las mujeres la repugnancia ore
debería causarnos utilizar en nuestro fa
vor, si las hubiese, leyes que coticen las
ofensas al honor en el terreno moral,
donde, forzosamente, al invocar el honor,
hemos de colocarnos. Me parece aigo
semejante á una simonía.
¡Un tribunal de honor descalificaría á
quien, después de un acta franca y leal,
recurriese á otros procedimientos!
COLOMBINE
136
Crónica
FOLLETIN DE “CKÓN ! CA”
J. BARBEY D’AUREVILLY. < 6 >
AMOR DE ESPAÑOLA
La mujer más altiva del barrio de Saínt-
Germain habría despedido despóticamen
te á una doncella de porte de princesa,
y, que al entregar una carta ó una ban
deja, tomaba naturalmente actitudes que
podían exponer á sus amigas y á ella
misma á las más aplastantes compara
ciones. Al ver á la Oliva se decía uno:
si esta es la doncella, ¿quién es el alma?
IV
UNA QUERIDA-SERRALLO?
La habitación en que la doncella hizo
entrar á monsieur de Prosny no pare
cía la de una mujer. De creer lo dicho
por el vizconde á madame de Artelles,
degradadas que ganan el oro innoble
mente; pero el mundo, que no quiere
más que situaciones claras, definidas, la
tenía por una cortesana. ¿Se hubiese
pensado esto al entrar en aquella ha
bitación severa y sombría que parecía
más un gabinete que un «boudoir»...
Nada indicaba que fuese la de una mu
jer galante. Las paredes estaban reves
tidas de cuero de Rusia dorado; encima
de la chimenea se veía colgado un mag
nífico espejo de Venecia; inmensas cor
tinas á la italiana cubrían las ventanas;
los sillones, de roble esculpido, estaban
forrados de terciopelo obscuro, y la al
fombra era de un espesor extraordinario.
El único mueble notable era una especie
de lecho de raso verde sostenido por
dos hípógrífos. Dos lámparas extendían
una débil claridad por la estancia.
—Es el señor vizconde de Prosny—
dijo la doncella á su ama, que se hallaba
tendida en el suelo sobre una magnífica
piel de tigre colocada enfrente del fuego.
—¡Como! ¡usted, señor vizconde!—
exclamó un poco asombrada, y al mis
mo tiempo le tendió una mano.
El viejo galante, que acababa de be
sar la de sus antiguos amores y que te
nía aún los labios húmedos por el licor
de las Islas de madame de Artelles, es
trechó aquella mano, pero no la besó.
Monsieur de Prosny no había exage
rado. La señora Bellido ni era joven ni
había sido jamás bonita. La doncella
no era, pues, como una belleza colocada
allí por el orgullo envanecido para sor
prender con otra más soberana. Por
el contrario, al verla con los ojos des
lumbrados todavía por la contemplación
de la seductora Oliva, parecía una mujer
fea. ¡ Qué contraste! La Bellido' era
pequeña y delgada; su rostro, irregular y
sin gracia. Un ligero bozo que se veía
en su labio superior, y lo extremadamen
te liso de su pecho, hacían que parecie
se un muchacho disfrazado. Sí, eso pa
recía á la primera mirada, haciendo de
cir á los ojos, enamorados de las líricas
de la cabeza caucásica de la doncella,
que la Bellido era fea. Ahora bien; por
poco que una pasión la conmoviese, por
poco que una sensación violenta la agi
tase, se operaba en todo su ser una trans
formación sorprendente. La mujer fea
había desaperecido para dar paso á otra
137
Crónica
«le una belleza extraña y arrebatadora.
Sus ojos sobre, todo; ojos grandes, ne
gros, tizones ardientes de un brasero
sin llamas, lanzaban chispas irresistibles.
Eran ojos infernales ó celestes; el hom
bre no tiene más que unas palabras que
oculten lo Infinito para expresar el po
der de ellos. Seguramente fueron unos
ojos semajantes los que inspiraron el
dístico «klephta»: Uno de tus cabellos
para coserme los párpados y no mirar
más ojos que los tuyos. ¡ Ah! en aque
llos momentos venda la Bellido á todas
las mujeres bellas. Pero la metamorfo
sis duraba poco, y la fealdad volvía á
aparecer.
Para amar aquel ser cambiante, bello,
y feo al mismo tiempo, había que ser
un poeta ó un hombre corrompido. El
viejo vizconde no tenía en sí ni un adar
me de poesía, pero se explicaba muy bien
que pudiese cualquiera «arreglarse» con
la española.
—¿Cómo vamos, diosa del capricho?
—preguntó con mucha familiaridad, sen
tándose en un gran sillón, mientras la
doncella desaparecía.
—Es usted tan caprichoso como yo,
señor vizconde—dijo la Bellido, como
una niña consentida que se despierta—
Otras veces venía á verme con frecuen
cia, pero un dia desapareció no se sabe
por qué, y no le hemos visto hasta
ahora...
—He estado en los baños, niñita; «de
manera que ...»
—¡ Dos años en los baños!—interrum
pió la Bellido echándose á reir—. Usted
se burla de mí, vizconde; ó es una ex
cusa «de después de cenar».
—¡De después de cenar! ¿Cómo es
eso ?—preguntó el vizconde abriendo des
mesuradamente sus ojos, asombrado, y
empujando hacia afuera una mejilla con
la lengua—¿Quiere usted decir que es
toy alegre?
—No, vizconde; sé que es usted pru
dente. Tiene usted una pierna enfer
ma que le impide «achisparse»—dijo con
muy mal humor, pues se aburría, y, para
pasar el tiempo, hubiese arrojado á Pros-
ny contra el tigre, de estar vivo el
animal.
—Espera, picara—se dijo el vizconde—,
te voy á hacer pagar ahora mismo tus
reflexiones sobre mi pierna.
La Bellido continuó:
—No, mi querido vizconde; está usted
en estado de perfecta lucidez; pero ha
cenado usted muy bien, en casa tal vez
de alguna antigua querida; después se
habrá dicho que tendría gracia venir á
verme, y ha venido. El vino estimula
las respuestas y da ingenio, cuando no
lo quita. «Le diré que he estado en los
baños—pensó usted—si me dirige algún
reproche por mi larga ausencia, y—¡otra
ilusión, producida siempre por las in
fluencias de los postres!—- ella lo creerá.
La Bellido se acercaba á la verdad,
pero nada más. No sospechaba la mi
sión de que estaba encargado el viejo
sollastrón, cuya vanidad acaba de herir,
y que, impaciente por devolverle el gol
pe que había dado á su amor propio
hablando de su pierna, se calló un minu
to ... luego entró resueltamente en ma
teria con esta pregunta:
—¿ Es que sigue usted viendo á mon-
sieur de Marigny?
—Sí—contestó la española.
—Pero ¿hace mucho que no ha veni
do á ver á usted ?—volvió á preguntar el
vizconde, mirándola fijamente.
Monsieur de Prosny la dominaba, pues
estaba sentado en el sillón y ella en tie
rra. La Bellido había cambiado en dos
años, pareciendo más vieja. El egoísta,
herido por ella en el sentimiento de sus
achaques y defectos físicos, vió que al
gunos hilos de plata aparecían en sus
cabellos. Llevaba, sin corsé, una espe
cie de blusa de seda, ceñida al talle por
un cinturón. Sus piés, desnudos, calza
ban unas chinelas de terciopelo borda
das de perlas.
Hace ocho dias—contestó—; ¡viene
cuando quiere! es libre. ¿Quién se ve
todos los dias á los diez años?...
—Y diez años que no fueron de una
fidelidad completa—dijo el vizconde.
Era el primer golpe de su rencor;
iba á pasar al segundo.
138
Crónica
Pero eso no la irritó. No contestó,
preguntando como una mojigata: «¿Qué
sabe usted?» sino que dijo tranquilamen
te y con cierta melancolía:
—Ni él ni yo fuimos fieles. Nuestra
unión fué singular. Nos odiamos más
que nos quisimos.
—Tanto mejor—dijo el vizconde—pa
ra el desenlace que tiene la cosa. ¿Sabe
usted sin duda el casamiento de monsieur
de Marigny?
—Lo sé, vizconde—contestó la Belli
do—, pero nó por «él». Sí, lo sé—re
pitió llevándose vivamente á la boca la
mano que había puesto' sobre la garra
de oro de la piel de tigre. Se había
hecho sangre, y la chupó tranquilamen
te—, Han venido todos á decirme que
Marigny se casa. Cada vez que tuvo
una querida en «su» mundo ó en el
«mío», vinieron á advertírmelo. ¿No lo
he sabido siempre con anticipación, la
víspera del dia en que esas mujeres se
entregaban á él? ¿No le he hecho yo
misma, con frecuencia, irse con ellas cuan
do volvía á mi lado? Hoy es un casa
miento en lugar de amor ...
—Es un amor y un casamiento—dijo
el vizconde.
—Pues bien; es eso, si usted quiere,
pero no es un desenlace. Para la unión
que existe entre Marigny y yo, no lo
hay, señor de Prosny.
—A fé mía, señora—dijo el vizconde
con tono de broma, pero despechado en
el fondo al ver que aquella mujer era
invulnerable—, que el orgullo es una
cosa soberbia, y usted lo sabe mejor que
yo, porque usted lo tiene... pero su
doncella es menos hermosa que la seño
rita Hermangarda de Palastron, la pro
metida de monsieur de Marigny, y, el dia
blo me lleve si no está loco por ella...
«de manera que ...»
—... ¿ De manera que á la Bellido,
que es vieja y fea—interrumpió ella con
ironía—no le queda más recurso que el
de arrojarse por la ventana si sigue
amando á monsieur de Marigny ?
Al hablar así había en su voz cierta
amargura, pero la cólera no inflamaba
sus grandes ojos negros. El vizconde
estaba absorto por aquella calma. Espe
raba que sé encolerizaría, y en vez de
eso se encontraba con que la «señora»
tenía el capricho de permanecer tranqui
la... ¡Aquello era desesperante!
- La conclusión sería un poco dura—
dijo el vizconde, que no sabía ya qué
decir.
—Sí—dijo cambiando de tono y de pos
tura— ; pero feliz ó desgraciadamente, no
hay conclusión.
Al decir esto hizo un pequeño movi
miento de una impertinencia adorable y
tiró al aire con la punta del pie su chi
nela, que fué á caer sobre el lecho. Su
movimiento descubrió una pierna prome
tedora de delicias que hizo abrir los
ojos desmesuradamente al vizconde de
Prosny. Era una de esas piernas tor
neadas y tentadoras que hacen vibrar
todas las fibras del deseo.
España había estado en otro tiempo
á punto de ser perdida por una pierna
semejante, cuando la voluptuosa Cava
medía la suya con cintas amarillas ante
los ojos fascinados del rey Rodrigo, em
boscado detrás de sus celosías.
—¡Pecadora!—le dijo el viejo Prosny.
La Bellido colocó entonces los plie
gues de la bata alrededor de sus tobillos
y dirigió una mirada al vizconde que
le recordó que él no era don Rodrigo,
sino un diplomático en funciones.
—Parece usted así—dijo Prosny vol
viendo á desempeñar su papel, pero do
minado por las gracias de la Bellido -
una maga que «va á hacer su hechizo...»
—se acordaba de la palabra «talismán»,
empleada por la marquesa—y verdadera
mente es menester que tenga usted uno
muy poderoso y sutil para no tener mie
do á la bella Hermangarda de Palastron.
—¡Tengo uno!—dijo la malagueña con
cierto misterio y poniendo un dedo so
bre su boca, como una de las brujas de
Macbeth.
¿Se burlaba de él, ó tenía, como las
mujeres de su país meridional, alguna
super tición que, á sus ojos, aseguraba,
afirm ia más su unión con Marigny y
la ha ¡nrompible? Era una mujer ex
traña Cantaba con frecuencia una es-
Crónica
139
pede de balada en prosa, que estando
embarazada de ella, había oído su ma
dre un día al dar una limosna, bajo el
pórtico de una iglesia, á una gitana, acu
rrucada, que la miró con sus ojos de
fuego, al tiempoi que alargaba su seca
mano. La Bellido se parecía mucho á
aquella mujer, según le dijo repetidas
veces su madre. ¿Se parecían también
en el alma? Como el pueblo vagabundo
á que pertenecía aquella mendiga, ava
sallaba su pensamiento el amor á las
creencias maravillosas.
Pero el viejo libertino del siglo XVI11
no vió nada de aquella poesía muda que
por el azar se encontraba en la calle de
Provenza, número 46, en el seno de la
más espiritual y prosaica á la vez de las
ciudades de la tierra.
Todo lo interpretó con su imaginación
corrompida.
—Son ustedes dos tunantes—dijo con
un tono alegre—. Para estar tan unidos
es preciso que haya crímenes entre us
tedes.
V
LA DESPEDIDA
El vizconde de Prosny estuvo hasta las
once y media en casa de la Bellido, pero
no pudo saber nada. No logró adivinar
el pensamiento de la «señora». No estaba
seguro de que le hubiese causado efecto
la noticia del casamiento de monsieur
Marigny. ¿Cómo explicar su tranquili
dad al saberlo, en vez de enfurecerse de
manera que madame de Flers se con
venciese del peligro y del ridículo oue
entrañaría el casamiento de Hermangar-
óa? La decepción fue completa.
Al marcharse encontró á monsieur de
Marigny en la escalera.
—¡Oh! ¿es usted infiel esta noche á
su bella prometida? ¿No va usted á ca
sa de madame de Flers?
—¿Ni usted, caballero—respondió Ma-
"ífny con tono frío y cáustico—, á casa
óe madame de Artelles?
—He cenado allí—contestó el vizcon
de—, pero he venido á hacer una pe
queña visita á la «señora». Hacía mu
cho tiempo que no la había visto y la
he encontrado muy cambiada. Con la
boda de usted, que ella no esperaría
seguramente, va usted á darle el golpe-
de gracia, por lo que he pensado venir
á darle el pésame . . .
Con anticipación -... —dijo Marigny
interrumpiéndole.
-Una atención, pues yo la he querido
siempre; es una buena muchacha, aun
que viva como la pólvora. Por otra
parte, ¿qué mujer se quedaría tranquila
al dejarla plantada después de una en-
fiteusis de diez años? ¡Diez años! Es
una prescripción, casi un derecho de pro
piedad inconmutable... Apuesto una bue
na estocada á que no se verá usted muy
pronto libre de ella.
—¿ Eso cree usted ?—preguntó Marig
ny—. Pues veremos, señor de Prosny—.
Después le saludó y continuó subiendo
la escalera, mientras el vizconde la ba
jaba muy contrariado.
He dicho bastante—se decía--para
qué reciba á ese Marigny, que parece
no dudar de nada muy «amablemente».
Nada, nada, esta noche habrá discordia
en Agramante.
A Marigny no le había agradado la vi
sita hecha á su querida por el vizconde.
Conocía la antipatía de madame de Ar
telles hacia él. Pensó en una intriga de
la que el viejo galán de la condesa era
el instrumento.
La Bellido se había vuelto á acostar
sobre la piel de tigre después de mar
charse el vizconde. Estaba tan abstraída
que no oyó entrar á Marigny.
El joven se acercó, y cogiéndola dul
cemente por debajo de los riñones la
levantó con la piel de tigre.
—¿Estás ma'a? ¿Qué tienes?- le pre
guntó.
No tengo nada—contestó la Bellido.
El joven se acercó al espejo.
Mira cómo mientes dijo Marignv
haciendo que el rostro lívido de la joven
desmintiese sus palabras.
— ¡ Déjame, Ryno 1 — exclamó como
140
Crónica
avergonzada de la traición de su rostro.
Ryno era el nombre de monsieur de
Marigny. Había nacido en los últimos
años del imperio, época e i que las poe
sías de Ossian obtenían u i éxito colosal
y le pusieron el nombre de uno de los
héroes de Macpherson. Ridículo para
cualquiera otro, ese nombre ideal era
propio para un hombre de una distinción
casi grandiosa y cuya vida y aventuras
gestaban rodeadas de misterio.
—No, no—dijo, acostumbrado sin du
da á la exaltación de la joven—; ¿por
qué quieres que te deje? ¿Qué es lo que
el tonto del vizconde ha venido á con
tarte para ponerte así?—agregó sentán
dose en el diván y colocándola sobre
sus rodillas.
—No me ha dicho más que lo que yo
sé, lo que tú mismo me dijiste. Creyó
que me decía algo nuevo hablándome
de tu casamiento con la señorita de Pa-
lastron.
—¡Qué alma tan noble tienes! te habrá
dado un digusto.
—¿ A mí ?—preguntó la Bellido con los
ojos fulgurantes y una voz digna de Me-
dea—. ¿ Es que las almas nobles y fuer
tes están á disposición del primero que
llega y quiere hacerlas sufrir ?
En aquel momento estaba la Bellido
verdaderamente sublime. La mujer fea
se había metamorfoseado.
¿Fué dominado monsieur de Marigny
por la impresión de aquella belleza que
se encendía como una antorcha, ó por
un recuerdo del pasado? Lo cierto es
que el enamorado de la bella Herman-
garda fué infiel á su prometida, dando
un beso á la Bellido.
Ese beso le fué devuelto con pasión;
pero como si el amor y el odio fuesen
tan simultáneos en la Bellido como la
fealdad y la belleza, exclamó:
—¡Déjame! ¡no quiero tus besos!.,
me eres odioso, te detesto. Sí, te de
testo, te odio como toda alma enérgi
ca hecha para ser libre, debe odiar el
destino que la oprime. Tú eres el mío
desde hace mucho tiempo. ¿Lo serás
siempre? ¿No llegará un momento en
que caiga la cadena que arrastro?
—Sí, habrá uno—contestó Marigny sin
asombro, sin cólera.
(Continuará)
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Matriculado—Estudio: 14 de Mayo 220.
Estudio de Abogado del
Cr. GERONIMO ZUBIZARRETA y Dr.
JOSE P. GUGGIARI —Abogados -
NICOLAS CABRAL y RAMON ZU
BIZARRETA — Procuradores-Calle 25
de Diciembre 341.
Dres. E. GONZALEZ NAVERO y LUIS
A. RIART — Abogados — Calle 1 4 de
Mayo 228.
Dr. JUAN MONTE—Abogado—Viilarrica
esquina Convención (alto).
MODESTO GUGGIARI y EDUARDO
VELAZCO—Agentes Judiciales —Com
pra-venta de Campos y Estancias—Al
berdi 214 (altos).
MANUEL IRALA—Se encarga de asuntos
judiciales y administrativos bajo la di
rección del Dr. JOSE IRALA-15 de
Agosto 226 entre Palma y Estrella.
JORGE KLUG y JUAN S. GROSS-Pro-
curadores—Registro de Marcas de Fá
bricas y de Comercio—Patentes de In
vención—Viilarrica 260.
EXEQUIEL GIMENEZ — Escribano Pú
blico—Alberdi 172.
CARRILLO HERMANOS — Escribanos
Públicos—Alberdi entre Estrella y Oliva.
UERIBERTO CARRILLO — Escribano
Público—Libertad 27.
ROQUE ENCINA — Escribano Público
25 de Diciembre 115.
J. RAMON SILVA — Escribano Público
Vibarrica 15.
HIPOLITO SANCHEZ—Despachante de
Aduana — Comisiones y Consignacio
nes-Buenos Aires 440.
LEOPOLDO S. SORIA—Despachante de
Aduana — Benjamín Constant 439.
AUGUSTO OTAZU — Despachante de
Aduana — Benjamín Constant 426.
Crónica
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