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REVISTA SOCIAL ILUSTRADA
DE
LITERATURA Y BELLAS ARTES
APARECE LOS DOMINGOS
Año II
Montevideo, Febrero 13 de 1898
Núrr\. 33
Director y Redactor:
RAFAEL J. FOSALBA
PRECIOS DE SUSCRIPCIÓN
Capital un mes $ 0.50
Campaña y Exterior un mes . . » 0.60
Número corriente » 0.20
Dirección y Administración: Convención 82 j
Administrador:
Máximó Seré
Secretario de Redacción:
Fermín Héctor Casas
*« OâLERIA DB BELLEZAS MOXTBYíBBANAS
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Fotografia de Filz Patrick
48
VIDA MONTE VI DEAN A
SUMARIO
TEXTO: ¿Juez i enamoradizo? MaluntUr! por Ri
cardo Palina—Las dós copas, poesia por E-.e-
quiel Ihijanda—El viento DESDE MI venta
na, por José Iruretagogena (Conclusión) —
Despees del teatro, poesia por Gutiérrez
Xájera—Cartas á María: La Nicotina, por
Francisco C. Aratta—\Xen!, poesin por la se
ñorita María Cília Miranda—Historia de Mar,
por Rubén Darío—Mi Juana, poesia por Víctor
Hugo (Traducción)—La última i lesión, por
Julián del Casal—El daño, por Eduardo López
Labandera—Un neevo poeta, por Elntundo
D'Amicis—Un mendigo, por Werther—La ilu
sión de UNA harapienta, por J-’Nonñand
(Conclusión).
GTABA' OS: Galería de bellezas montevideanos :
señorita María Concepción IIoward, foto
grafia (le Fitz Patrie!:, grabados de Jacobo Pen
der.
• ¡MALUNTUR!
La régia prohibición de que los Oidores
pudieran contraer matrimonio en el territo
rio en que administraban justicia, obligaba
á estos señores á doblegar muchas veces la
inflexible vara ante empeños de faldas.
Sino miente el obispo Villarroel, en sus
Dos cuchillos, hubo allá por los años de
1630, un don Juan, Oidor de la Real Au
diencia de Lima, que en lo mujeriego, fué
otro don Juan Tenorio. Andaba el tal que
bebía los vientos por alcanzar los favores de
una muchacha, de esas cuyos ojos hablan de
tú al prójimo á quien miran; pero que gas
taba para con el doctor del tibí quoque resis
tencias de piedra berroqueña.
Empezaba ya el galán á desesperar de la
victoria, cuando una mañana, que fué la del
sábado víspera del Domingo del Ramos,
recibió zahumado billetico que, á la letra,
asi decía: « La correspondencia en mi será
« hija de las finezas de vuesa merced. Un
(( mi deudo, Pedro Otárola, está penado con
« ocho meses de cárcel i le restan de cinco á
« seis para quedar quito. En el querer de
« vuesa merced está cl complacer á su ami-
« ga Isabel. »
Su señoría se restregó alegre las manos,
í dijo á la fámula portadora del billete, des
pués de darla, por vía de alboroque, un
dobloncito de oro:—Di á tu señorita que se
rá servida hoi mismo.
De práctica era que la víspera de Ramos
hiciese un Oidor la visita de cárceles, con
facultad para disponer la excarcelación de
los presos por.causa leve i aun la de aque
llos á quienes faltare poco tiempo de casti
go. También era costumbre, que el Jueves
Santo conmutase el virrei la pena á un reo
sentenciado á muerte.
En su alborozo olvidó el señor Oidor
echarse la carta en el bolsillo de la chupa, i
la dejó sobre la escribanía, siéndole imposi
ble, en el acto de la visita, recordar el ape
llido del recomendado delincuente. Estaba,
sí, seguro de que era Pedro el nombre de
pila.
—1 le empeñado palabra (se dijo su seño
ría) de dar libertad á un Pedro i, en el con
flicto en que mi falta de memoria me pone,
no tengo otro camino que el de dar por
horros de pena á todos los Pedros de la
cárcel.
I como lo pensó lo dispuso.
1 tres picaros, por sólo haber tenido la
buena suerte de ser bautizados con el nom
bre del apóstol de las llaves, salieron á res
pirar la fresca brisa de las calles, gracias á
que su señoría tuvo en poco el rigor de la
justicia i en mucho su capricho de galan
teador.
Ricardo PALMA.
Irma, Enero 14 de 1?98.
<&&-
LAS DOS HOPAS p?»
: _ ,—
INÉDITA
En la fuente de plata cincelada
tienen dos copas de cristal asiento;
lina, como la aurora, sonrosada,
otra, azul como el claro firmamento.
Sube la espuma en ambas, sube lenta,
cual seno que levanta hondo suspiro:
rubí parece en ésta, que fermenta,
y en aquélla, fermento de zafiro.
Las contempla con sed abrasadora
el lábio do la fiebre dejó huella:
ésta le brinda la encendida aurora,
éter, espacio, firmamento aquélla.
Aquí dejó morena encantadora
aquel color que brilla en sus sonrojos;
allí puso la rubia soñadora
el infinito de sus grandes ojos.
Se hincha en ambas la espuma ¡bella nube!
aquí íz il como el ciclo, allá cual fuego,
y ven los ojos que á los bordes sube
y palidece y se derrama luego!...
¿Qué fué del claro :z.il color de cielo
y de la llama de rubor extraño?...
Apariencia no más ¡qué desconsuelo!
Mentira siempre, dondequiera engaño.
Eziquikl BUJANDA
Maroris íltepublica Dominicana) D'cicmbre 27 de 18)17.
V i’ V V V V V V V V ’o V '¡f V V V O V V V V V V V 'o V *s*
El viento desde mi ventana
( Conclusión )
¿Quien no ha escuchado al viento gemir,
y á sus gemidos no ha respondido con sus
piros de honda melancolia, con arrobamien
to de infinita tristeza? Al misterioso sentir
de esa voz clavada sin distinción en los ale
ros del poético rancho americano y en las
doradas.perc'anas del marmóreo palacio,—
como al mandato deenigmático taumaturgo,
los recuerdos empiezan á agitarse en el
cerebro y á cruzar por él como ráfagas es
labonadas que nunca terminan. Cuando sus
notas son graves, todo en la superficie de la
tierra adquiere un movimiento suave y acom
pasado, que tiene mucho de balanceo de
flor,—pero, cuando su voz se afina como
silbido de culebra, todo se dobla, se agobia,
se quiebra, y hasta el molle de gruesa mé
dula sumerge con fuerza sus ramas en las
aguas del arroyo que corre lamiendo su pié.
Con la vista lija en un punto invariable en
el espacio, los párpados á medio cerrar, las
articulaciones flojas y los miembros preña
dos de abandono, se permanece entonces
horas enteras con el cuerpo y el alma anes
tesiada por el opio de los recuerdos. A veces
un pensamiento más doloroso que otro con
trae el lábio, oprime el pecho y anuda la
garganta: pero no tarda en desaparecer,
marcando" un suspiro su partida. Y este
danzar inquieto del cerebro y ese enerva
miento de la materia se produce al són de
esa música lúgubre que lleva en cada nota
una queja y en cada acorde una elegia
Rumor de selvas y graznido de cuervos,
murmullo de fuentes y trinos de ave, ruidos
de olas y aullidos de fiera, de todo hay en
esc eco, suma de todos los ecos: en esa voz,
conjunto de ledas las voces.
Dijo un poeta que el viento, como Proteo
de mil for.mas, es en el Sahara montón de
nubes de arena, música en los montes y en
las playas, y en los cerebros idea y senti
mientos... El pampero, en las cuerdas de
nuestras guitarras, es un estilo, y en la
boca de nuestros paisanos una décima de
amor impregnada de melancolía.
¡Qué hermoso es el viento!
*
* *
Como un enérgiao mentís ú toda esa poe
sia y á mis lacrimosas reflexiones, un paisa-
nilo amigo mió baila, con admirable maes
tría, al compás de una guitarra bien tañida,
una milonga que tiene más compadradas que
notas. Dormida la mirada, inclinada la ca
beza, flojo el cuerpo, vá, con movimientos
de piernas y golpes de cadera, marcando los
tiempos de esa música, que parece ser la
encarnación de una voluptuosidad tropical.
Un baile así valió á la hermosa Salomó la
cabeza del cenobita Juan Bautista.
José IRURETAGQYENA.
Montevideo; Enero 20 de 1898
DESPUES DEL TEATRO
INEDITA
Saltamos del teatro: tú apoyada
Con languidez artística en mi brazo;
Muy cerca de mi pecho, tu regazo,
Muy cerca de mi alma, tu mirada.
Bajamos la escalera: enmudecían
Nuestros labios, tus ojos se entornaban,
Y ios que así, tan juntos nos miraban,
— ¡Cómo se ve que se aman!—repetían.
Aún verte me parece, casta ondina,
Aún te contemplo púdica y esbelta,
Como una maga vaporosa, envuelta
Er.tre nubes de blanca muselina.
Aún me parece ver como cubría
Tus hombros rafaélicos, la nube
De aqu-el chal que en tu cuerpo de querube,
Una red de myosotis parecia.
¿Te acuerdas? Avanzamos muy despacio,
Por la angosta calleja, en oleajes,
Mirando deshacerse los celajes,
Kaleidoscópio inmenso del espacio.
VIDA MONTE VIDE ANA
49
A veces con tu cuerpo junto af mío,
Velabas, tiritando, tu regazo,
Y apretando tu brazo con mi brazo,
Murmurabas muy quedo: tengo frío.
Cincel de luz que tus contornos labra
Era la luna, y á su luz temblante,
Un mármol de Cánova tu semblante
Y un sueño de Bellini tu palabra.
Así cruz irnos por la calle muerta,
Y en amorosa plática estuvimos,
Hasta que pronto, por mi mal, nos vimos
De tu escondido bogar junto á la puerta.
Un momento después, en la vecina
Pared con indolencia reclinado,
Contemplaba tu sombra, enamorado,
Del balcón de tu alcoba en la cortina.
Lámpara opaca con su luz secreta,
El cortinaje aquel transparentaba,
Y en los blancos tapices proyectaba
Las líneas de tu artística silueta.
De aquella luz el misterioso rastro
Te dibujaba en vaporosa bruma.
Arrodillada en el colchón de pluma
Como pálida virgen de alabastro.
Luetro, tus manos oprimiendo el pech-',
Ya destrenzado tu cabello, oraste,
Sacudiste tus rizos y saltaste
Como una corza blanca, sobre el lecho.
Las sombras de la noche misteriosas
Tu alcoba virginal han protegido;
Sólo se oye el monótono ruido
De un paso que se aleja en las baldosas.
Ya todo yace en el reposo, inerme;
El lirio azul dormita en tu ventana:
¿Oyes?.... desde la torre la campana
La medianoche anuncia... ¡duerme! ¡duerme!
GUTIERREZ NÁJERA.
Guatemala, Agosto 0 de 1879?
tren cargado da espesos humos de tabaco,
desde el que suelti el pito napolitano del
cochero, hasta el acre olor do la tagarnina
del vecino, si tu sientes, á veces, mareos y
te p o nos pál ida y cu and > lleg ts á tu casa te
sientes sin apetito y casi enferma, compren
do bien, cama’ entonces, pides á algún
escritor amigo que no sea ¡acojino, como tú
llamas tan graciosamente á los fumadores,
se octípcde poner de relieve todo el perjuicio
físico que ocasiona el asqueroso vicio que
produce esa planta solanea que tiene por
alcaloide un veneno tan violento como la
nicotina.
Habría para escribir libros; pero, no con
vencería á los esclavos del vicio sino cuando
sintieran los perniciosos efectos del tabaco
ingerido en su organismo animal desde el
común de aspiración del humo hasta el sor
berlo por la nariz y, hasta ¡Dios les perdone
la porquería! de mascado en grandes peloti
llas nauseabundas! ..
Consultado el conocido Ihdrópata señot
LuisCurbelo, nos respondió sobre este tó
pico:—
«Desde que comenzamos á tener conoci
miento de los efectos desastrosos de la ni
cotina en el individuo, nos preocupó sobre
manera el contrarrestar su perniciosa influen
cia en el organismo humano. Notábamos
en nuestra clinica algunos niños de to y 12
años, pálidos, ojerosos, delgaduchos, ata
cados del estómago en una ciad en que se
devoran hasta las piedras. Luego, hemos
tenido que curar dispépticos, asmáticos,
neurálgicos, etc. nicotizadoscompletamente.
((Veamos lo que dice la estadística oficial
al respecto. Ln un articulo notable, el Di.
Decaisne relata que sobre 38 niños de 9 á
15 años, que lucían uso más ó menos gran
de del tabaco, ha notado efectos sensibles
T
CARTAS A MARIA
DA NICOTINA
ARO empeño, el tuyo, querida
amiga, de que yo fustigue en públi
co el antihigiénico uso del tabaco.
Yo no puedo negarme cuando dos
labios de rosa me lo piden y cuando ya es
una necesidad en nuestro país de que un
espíritu sin miedo diga toda la verdad sobre
los vicios que degeneran tanto á la sociedad
actual y la llevan como en suave pendiente
hácia el abismo de su total desaparición del
p'aneta.
Y no es esto,-tesis de escritor efectista. Yo
veo que los ritmos actuales de la raza hu
mana van hácia su degeneración física,
hácia su depresión intelectual y que si pron
to no se efectúa lo que llama un sábio: el
desdoble, esto es, la reacción hacia las fuen
tes sanas de la vida, la hum tnidad mtrehará
á su total ruina física y á su completa de
gradación moral mis vergonzante.
Sobre la nicotina mucho se combate á esta
hora en la viej 1 Europa. \ si tú, q terida
María, cuando vuelves de tomar tus baños
en Ramírez y de jugar con las ondas como
una náyade clásica, cuando vuelves en un
en 27....
«22 niños presentaban perturbaciones en la
circulación, palpitaciones ,de corazón, difi
cultades para la digestión; pereza de !a in
digencia y un gusto más ó menos ptenun
ciado por las bebidas fuertes. En el análisis
de la sangre acusaba una disminución más
ó menos notable de la cantidad normal de
los glóbulos sanguíneos.
Y esto que afirma el señor Curbelo, con
toda la autoridad de sus treinta años de
curas asombrosas por la hidropatía, lo ha
confirmado la práctica diaria de mis obset
raciones. I le tenido amigos, jóvenes, que
presentaban el doloroso ejemplo de lo de-
cripto anteriormente. En algunos, la vis
ta perdía su videncia; en otros, pérdida
de la memoria; en otros, ataques angustio
sos al pericardio y hasta anginas de pecho,
de origen tabáquico ya d agnosticadas pot
el doctor Rean de París.
Y he aquí, mi buena Maria s .term.nando
nuestra conversación lo que escuche de a
biosdel Sr. Curbelo: «Los enfermos al retirar-
sede mi Establecimiento llevan además de la
salud un tesoro de vida, de dinet o y c c corí
fianza, cual es el haber dejado de fumar. Al •
gunos han llegado hasta damos las gracias
por medio de cartas por haberlos encamina
do al buen camino, y todo;, peto todos, es
que hemos logrado convencer de los ten i es
efectos de la nicotina sobre el organismo
humano, se hallan satisfechos, como si les
hubiera roto las cadenas pesadas de una
esclavitud terrible: porque todo vicio que
nos domina nos hace esclavos suyos, y el
hombre que es esclavo de alguna cosa, vicio
ó institución, es un degradado, no tiene no
ciones de la dignidad del ciudadano libre;
es un desgraciado, digno de.recluirlo en un
lazareto para que no pueda inliccionar al
resto del mundo con su vicio funesto.»
' Yo me pregunto si tantos dolores, tantos
males, náuseas, vómitos, dispepsia, irrita
ción de la laringe y del estomaga, parálisis,
pérdida de la vista y la neurastenia terrible
y la anemia mortal; en fin, todos los males
que ocasiona el tabaco ¿no harán al fin que
nuestros legisladores se preocupen de dic
tar leyes como, las que existen en Suiza,
Estados-Unidos y Francia para condenar
á los jóvenes menores de 18 años, dedicados
al vicio excecrable y sucio del tabaco?
Citemos, citemos lo que dicen los sábios:
El Doctor Mendelshou de San Petesburgo
asevera que la mortalidad de los fumadores
asciende á 36 y la de los no fumadores á 24.
Y añade: el fumador tiene que absorver áci
do carbónico (al chupar el cigarro) producto
de la combustión incompleta y veneno enér-
jico del glóbulo sanguíneo.
Estos problemas de higiene como todos los
del socialismo son los que preocupan al
mundo pensador de toda Europa. ¿Acaso, en
América no podremos ocuparnos de tales
cuestiones y enseñar el abismo á que corren
obcecados los hombres, y los pueblos?
Por lo pronta, el impuesto deberia pesar
más sobreel vicio, pues que las clases obreras
sonlas que á falla de otras distracciones más
elevadas usan y abusan de los malos tabacos;
y si escuchamos á Rocharden sus admirable s
«Concepciones ’tetarológicás» veremos que
nos dice : «No hay impuesto más legíti-
«mo que el que pesa sobre un victo. Si e
«consumo no se altera, el fisco es el que gana
«si disminuye es la higiene la que beneficia»
Y para que beneficiara más todavia yo esta
da por la supresión completa.
Discúlpame, querida amiga, si tengo que
presentar á tus hermosos ojos cuadro tan
repugnante como el que nos pintan los efec
tos tremendos del tabaco; yo quisiera presen
tar á tu vista encantada, una juventud sana,
sin vicios alcohólicos ni tabáquicos, de colo
res sonrosados, robusta, de formas griega
mente bellas, concibiendo sus mejores obras,
propendiendo al desarrollo de k familia, al
impulso de las industrias, á la elevación de
las Bellas Artes, no buscando incitantes en
bebidas perniciosas y en nicotinas funestas,
sino en aquellas prácticas, sanas y sabias
de la higiene, que hacen de nuestro transito
por el planeta, no una fuente de dolores,
no un lacrimarían val lis, sino el paraíso
prometido, en el azul soñado de una socie
dad donde reinen esplendorosos la Lila en
el físico, el Amor en la especie y en e me
lecto la divina Belleza.
Francisco C. ARAI FA.
Montevideo, Febrero U de 181)8.
50
VIDA MONT EV IDEA NA
xTsxrx
-exgjc-
Ven! la tranquila noche se aproxima,
El rubio astro se esconde tras el motile,
Ya aparece la estrella vespertina,
A su nido tornó la golondrina,
De tinta gris se cubre el horizonte.
Natura duerme; en la callada selva—
Pabellón de plácidos senderos—
Eqfre las ramas juguetean los vientos
En compases dulcísimos y lentos,
Y trinan en sus nidos los jilgueros.
Ven! sigamos aquella misma senda,
Q_ue unidas talvez guarda nuestras huellas,
Quizá las flores guardarán t ts besos...
Ven al templo de Amor; al 1 i mil veces
Te escucharon temblando las estrellas.
No tardes, la horade amarnos se acerca,
La tórtola te espera en la enramada
Y con tierhos arrullos ya te nombra,
Y la noche te espera con su sombra,
E impi: c ente yo aguardo tu llegada.
A tu voz, de pasión extremecidos.
Surgirán los espíritus dormidos,
Se entregarán dormidas nuestras almas
En dulce embeleso'y plácida calma,
Cual se duermen las aves en sus nidos.
Ese alegre murmullo que se acerca
Detrás del sarandíy del canelón
Nos dirá que debemos separarnos...
Cuando llegue el instante de alejarnos
Cesará de latir mi corazón!
María Célia MIRANDA.
Maláonado, Febrero 10 de 1893.
1 ^ HISTORIA DI
(í
<s)
A Alberto del Solar, naturalmente
K' V
(g/
- é
í, amigo mío, una historia de mar,
quizá mejor una leyenda, tal vez, más
k^Jpropíamente un cuento. Esto me la
J^íS-'ídijo un pescador que tiene la frente
4^3 como hecha de roca, una tarde en que
he llegado hasta el faro de Punta
Mogotes. ¿Se acuerda Vd. de su pro-
Vg) vecto de futura novela, la del faro?
Pues razón tiene Vd. al creer que las co
sas de la novela y de Ia poesia vuelan como
las aves marinas alrededor de estas magni
ficas máquinas de luz. Cerca del faro fué
donde el pescador me contó el cuento, á
propósito de que allí había visto pasar, co
mo un espectro, como una sombra, á la
vieja María. -Quién es la vieja María? Aquí
está la historia. Cuéntela Vd, d su más lin
da amiga, cuando ella ría más.
HE '&.!}■
Allí, cerca del faro, está la casucha de la
vieja. Antes era muy alegre. Hacían en ella
fiestas los pescadores; vivía el viejo, que fué
uno de los primeros pescadores de Mar del
Plata. Nunca faltó allí, en noches de jolgo 1
rio, un son de guitarra. Eso pasó hace tiem
po. De entonces acá esa vieja ha llorado
mucho, y las gentes no van á la casa d reir
y bailar como antes.
Antes, lo mejor de la casa, lo más lindo
de la costa, junto con la aurora de todos
los días, era la hija de aquel pescador, la
hija de esa vieja María, que es hoy ura
ajada y rústica dolorosa más amarga de
lágrimas que el mar. La muchacha era
como una manzana de salud, y no había
belleza natural en los contornos como la
suya.
Cuando el padre volvia de la pesca ella
le ayudaba á sacar las redes cle las olas; ella
alistaba en la casa pobre la comida, era
ella más madre de la vivienda que su ma
dre. Robusta, tenía una bella fuerza mas
culina; sana, no había viento de océano que
no Je trajese un don de las islas de lejos;
rosada, su coral era el plantío en que flore
cían los más lindas cenlifolias de su san
gre; inocente y natural, una gaviota. Los
años eran trece, eran catorce, eran veinte?
Todo eso podrían ser, pues la opulencia
prístina se ostentaba en aquella obra ma
nifiesta y vencedora.
Una mole de cabellera; dos ojos francos
y de luz inocente y salvaje, un seno como
una onda contenida, y voz y risa libres y
sonoras como las de la espuma y del
viento.
Una primavera llegó, por fin, más tem
pestuosa que todos los inviernos. Una vez
hubo en que la gaviota viese á los cuatro
puntos de la rosa marina, como espiando
por donde había de llegar algo descono
cido.
—Hija, díjole la vieja María, algo te pa
sa. ¿Qué tienes?
La gaviota no decía nada. Estaba inquie
ta, iba y venia como si la llevase un soplo
extraño, adonde no sabía, adonde no quería
ir y sin embargo iba.
Lo que había pasado era tan sencillo
como un copo de espuma ó un aliento de
aire.
¿Quién fué el que, en un instante, logró
amansar á la arisca ave marina? ¿O fué
! ella misma la que buscó la mano que debía
asirla? P’ué su temporada de verano. No
se supo nunca si fué marinero ó señor ciu
dadano. Lo que se supo fué que la joven—
¿dije como se llamaba? se llamaba Sara,—
estaba en víspera de tener un hijo.
ÍEI3
Aseguran que tenia á una amiga á la cual
decía cosas y sueños. Que le decía que iba
á partir, feliz, á Buenos Aires, que había un
hombre que la quería mucho; que era un
mozo gallardo, gentil, acomodado. Eso di
cen; nadie lo asegura. Lo cierto es que el
vientre de la pescadorcitacrecia. Los colores
de manzana se iban; los ojos de luz salvaje
se entristecían, de tanto ver venir otras cosas
que no eran las que antes deseara el rústico
querer de la hija de la naturaleza y amada
del mar.
En esto fué cuando el padre murió, no
ahogado por las olas, en día de pesca, sino
gastado de luchar con el viento y el agua
salada. María, la madre, se enfermó, se pu
so casi tullida, y la pobre Sara era todo en
el tugurio costero.
María la vieja, dicen que se trastornó cuan
do cayó á la cama; que sus ojos grises, sus
cabellos grises, los gestos de sus flacos bra
zos, daban á entender que jugaban al volan
te con su animula miserable la muerte y el
delirio.
Sara hacia la comida,"Sara lavaba, Sara
iba al pueb’o ú buscar lo necesario... Y
siempre miraba hácia un punto del camino;
siempre estaba aguardando algo, aguardan
do á alguién.
Hasta que llegó un día en que ella tam
bién tuvo que ir al lecho, al triste y pobrí-
simo lecho, en donde nació una criatura
muerta... ¿Muerta, ó la mató, como dicer,
la madre, al nacer, aullando al viento como
una loba?
Que siga hab'ando el hombre de mar que
me contó la historia, que es quizá una le
yenda, tal vez un cuento.
*T~ ALT*
Más ó menos, dice:
o Así, señor, fué una noche de tormenta.
Yo soy vecino de la vieja María. Cuando
vivía el marido, iba yo á las fiestas de la
ca<a. Allí cantábamos y bailábamos- Des
de que murió el viejo no más alegrías.
Marta se enfermó, Sa^a era como la Pro
videncia. 1 labia teniJo su desgracia. Mien
tras iba á nacer la criatura, yo no he visto
cara con más amargura. María miraba co
mo que iba á morir. María pasaba por la
ot ida del mar poniéndonos á todos tristes.
¡Oh tristeza de su cara! ¡oh tristeza de su
modo de mirar! Y fué una noche cuando se
fué á la mar, una noche de tormenta. Toda
via no había truenos ni rayos, pero la mar
estaba enojada. Había en lo lejano de la
noche como fogonazos de cañón, sin ruido.
El ciclo estaba sin estrellas ni una luz arri
ba; y las olas, de mala manera, traidoras y
furiosas. A i son las tempestades de este
mar nuestro. Así comienzan. El farero sabe
ya con qué intención viene la nube de La
tarde, y lo mismo el pescador y el marino.
Y abajo, el mar, se pone como de acuerdo
con la nube El viento mueve á la una y
á la otra. Después son los relámpagos, los
truenos, los rayos, sobre el agua obscura,
que carnerea. Una noche asi fué, pues, seño'.
La vieja estaba enferma. Nació el niño y la
Sara se puso loca. A qué horas nació no se
sabe; pero creo que sería al llegar ¡a hora
de la madrugada, porque un poco después
fué que oí las voces de la vieja Maria Esta
ba yo sin dormir, pensando en la tempestad,
cuando senti como un grito en la casa veci
na, en la casita de la Maria. ¿Qué pasará?
dije; y pensando en que aquellas mujeres
estaban solas, me vestí, tomé mi fierro y
me fui allá, hácia la casa. Entonces fué
cuando vi una figura como de difunto que
se iba hácia el mar; era una figura envuelta
en una sábana blanca. Los fogonazos de la
tormenta que venía alumbraban de seguido
¡o lejano del mar. La cosa blanca se iba
adentro del mar, más adentro, más aden
tro. . Y entonces llegué á la casa de la vie
ja María, y la vi á ella, tambaleándose de
debilidad, con los brazos tendidos á la sá
bana blanca, llorando, gimiendo, llorando,
gimiendo...
—¡Sara!...
La vieja, enferma se había levantado;
4
VIDA MONTEVIDEANA
51
tendia los brazos flacos, gritaba apenas, dé
bilmente:
—¡Sara!...
La figura blanca, iba entrando al mar,
entrando al mar...
Yo no me di cuenta, hasta después; yo no
me di cuenta, porque lo primero que me
dió fué miedo, un miedo grande, señor...
— ¡Sara!., hasta que se perdió la figura
blanca en el agua, bajo la tormenta que co
menzaba. Yo contuve á la vieja enferma,
que deliraba, casi desnuda, al frió de la
noche. L1 cuerpo de la pobre niña, no lo
pudimos nunca encontrai'.»
Rt bén DARÍO
Mar ilt'I Piala, (II'p. t rgenfnal Febrero G (le 1813,
■)»!
im*- -F
II ID à I lí
( 7RASMQ5ÍQM IFÈDIU)
Mi Juana, de la que so.y
el dulce y viejo placer,
siendo señorita ayer
se siente una reina hoy.
Todo el A B C profundo
de esos peregrinos seres,
que el mundo Huma mujeres
y son ángeles del inundo,
Es tener ebúrneos brazos,
ser bellas, de una mirada
humillar la frente osada
del que redsta á sus lazos.
Saber con nada, un crespón,
un ramo trenzado á prisa,
un perfume, una sonrisa,
deslumbrar un corazón;
Ante el ingrato que osa
alejarse con recelo,
ser azules como el cielo,
rosadas como la rosa.
Juana lo sabe; ya tiene
tres anos, la edad madura;
nada falta á su hermosura
que todo un cielo contiene.
Es ritmo de mi canción,
es mi perfume más puro,
la ñor de mi viejo muro,
mi hermosa contemplación.
Mi estrofa que al lado de ella
parece un pobre, la implora;
Juana con un rayo dora
mi estrofa, que se al a .bella.
La niña sabe cubrirse
con su sombrero triunfante,
bello chapín, fino.guante,
pues ha aprendido á vestirse.
Es mujer, y al dulce abuelo
enseña sus verdes lazoS,
los combinados retazos
y el alma á través del velo.
Es, por derecho, celeste;
por deber, linda y galana;
majestad y gracia hermana,
la sigue gozosa hueste,
Como en trono que fulgura
ya cual reina se ha sentado;
al comenzar su reinado
da principio mi locura.
Víctor HUGO.
-
Yo no me suicidaré,—me decía mi amigo
Arsenio, arrellcnándose en un cojín de ter
ciopelo azul, donde un dragón de oro abría
sus fauces siniestras para cazar una ma
riposa de nácar;—yo no me suicidaré, te re
pito, porque me aterran los dolores fisicos,
por leves que sean, pero comprendo que,
como muchos hombres, estoy en el mun
do demás.
Estas frases melancólicas, dichas en a-oz
baja, (con esa voz tan baja de los setes
degenerados, voz que parece extraerse de
las cavidades más profundas del organismo
y filtrarse luego por un velo de muselina
para salir al exterior), fueron pronunciadas
por mi compañero al final de una larga
conversación, en la que yo había tratado
de arrancarle, por todos los medios posi
bles, del retraimiento voluntario en que se
marchitaban los días lloridos de su juven
tud. No me causaron extrañeza alguna,
porque yo sabía que estaba dominado, des
de la adolescencia, por las ideas más tristes,
más extrañas y más desconsoladoras. Mi
alma es una rosa, solía deciren ciertas horac
de intimidad, valiéndose de una frase gráfi
ca, pero una rosa que sólo atrae maiipo^as
negras—Así es que al oír la sombría res
puesta que daba á mis palabras, más bien
que tratar de consolarlo, porque no hubiera
hecho más que exacerbar su nerviosa sensi
bilidad, yo buscaba un tema para extraviar
el curso de sus pensamientos, cuando lo vi
incorporarse en el asiento, ponerse pálido en
el instante, dilatar sus pupilas grises y, mo
viendo su cabeza fina y altanera, tan seme
jante á la de algunos retratos de Clouet, oí
que me decía, como si ensayase un monó
logo:
— Sí, no te quede duda, yo estoy en el
mundo de más. La peor es que, como te
he dicho, hay muchos que se encuentian
en el mismo caso. Sólo que algunos no
se perciben de eso, mientras que yo me
doy cuenta de ello con la más perfecta
lucidez. ¿Has ido al campo, en la época
de la siega, alguna ocasión? Si has esta
do alguna vez habrás podido observar que
las segadoras, después de recogida la cobe
cha, suelen dejar en el surco algunos gra
nos olvidados. Ni la tierra los fecunda, ni
alimentan á los pájaros. Allí se pudren, día
por día, bajo el indujo del viento, de la llu
via y dd sol. Eso mismo le sucede á algu
nos hombres. La muerte, esa visión maca
bra de cabellos blancos, que, con una hoz
de plata en la mano,, en un bosque de na
ranjos, segando cabezas de dioses, de reyes,
de guerreros, de sacerdotes y de enam orados,
sufre también esos olvidos crueles. Yo soy
uno de aquellos seres que, en el campo de
la vida, ha dejado de recoget.
-¡Oh, cállate! le interrumpí, tú eres de
masiado joven todavía para desesperai...
—Si, soy muy joven, pero eso no impor-
ta: aunque tengo veintisiete años, me pa
rece que llevo siglos dentro del cotazón.
La edad no es un instrumento que regula
invariablemente nuestra temperatura espi
ritual. Hay organizaciones que, á los ochen-
ti años, conservan un calor primaveral,
mientras hay otras que, á los veinte, se
sienten heladas por los rigores del invier
no más crudo, del invierno que no termina
jamás. No es precisó, por otra parte, haber
vivido mucho, para calcular la suma de
dichas que podemos esperar. La historia
del mundo nos lo demuestra en sus pági
nas. Hojeando cualquiera de ellas, se com
prende en seguida que, tanto los bienes
como los males, han sido siempre los mis
mos, pudiendo afirmarse que, no ambicio
nando los unos ni temiendo los otros, es
lógico prescindir en absoluto de todos. In
teresarme por la vida, equivaldría para mi
á entrar en un campo de batalla, afiliarme
á un ejército desconocido, ceñirme los bé
licos arreos y, con las armas en la mano,
combatir por extraño ideal, sin ambicionar
los lauros de la victoria, ni temer las afren
tas de la derrota. ¿ Habrá situación más
enervante, más desastrosa y más desespe-
rada?
—Perotó tenias antes,le repliqué, grandes
ensueños, grandes aspiraciones.
Si, pero todos me han abandonado,
porque todos son imposibles' de realizar.
Yo era como un faro encendido, al frente de
desierto marino, que arroja sus dardos de
fuego en la negrura de las ondas. Aves
errantes, al llegar la noche, iban á refugiar
se en sus grietas, huyendo de los azotes del
viento y de la lumbre de los relámpagos,
Pero no habiendo encontrado en su recón
dito seno,calor para sus plumas-, ni alimento
para su pico, desertaron todas, una por
una, hasta dejarme en la más aterradora
soledad. ..
—Entonces es que, como te decía el mas
sabio, á la vez que el más puro de tus amt-
o-os, tú no sabes desear.
—Quizás sea eso, yo lo comprendo; mas
¿quién nos enseña esa ciencia oculta? Y si
un cha la aprendemos, ¿al ponerla en prac
tica no demostraríamos que estábamos ya
domados v escarnecidos por la misma vida,
puesto que teníamos que someterle de ante
mano cada idea que ilum nase nuestra
inteligencia, cada latido que agitara nuestro
corazón? Además ¿puedo aspirara algo en
nuestro medio social que. esté en consonan
cia con mí carácter, con mi educación ó con
mis inclinaciones? Implantar aquí mis en
sueños, ¿no equivaldría á sembrar rosas en
una peña ó á procrear mariposas en una cis-
terna^'Qué carrera podría elegir para llegar
á lacima de la felicidad? ¿La de comerciante?
No me daría por recompensado de tal sacri
ficio si supiera que al cabo de diez años, te
nia en mis arcas un tesoro mayor que el
de un Rajah de las Indias. ¿La de burocrata?
Basta entrar un dia en cualquier oficina,
para conocer las diversas especies del vam
pirismo ó los futuros huéspedes de las p
síones de Ceuta. ¿La de político? Ella me
conduciría, desde el primer paso, a la picot
del ridiculo donde sucumbiría maniatado por
mi impotencia y asae ^ e P ^ r¡s ° c onsulto?
del desprecio popular. cLa de _]U
Erigirse en juez'de un sentante, están
VIDA MONTEVíDEANA
52
sujeto á las mismas vicisitudes, pa.ra escar
necerlo, en nombre de leyes humanas, me
ha parecido siempre la mas nefasta de todas
las aberraciones. {La de médico? Yo creo
que, dado el atraso de esa ciencia, para ele
gir esa carrera se necesita ser el más incons
ciente ó el más depravado de los hombres.
{La de sacerdote? Aparte de que para ella
se requiere la vocación {hay un monasterio
entre nosotros que, por la grandeza de sus
tradiciones, por las austeridades de sus ic-
glas, por las bellezas de suscritos ó por las
virtudes de sus moradores sea capaz de
atraer el alma enferma que, como un cisne
ennegrecido de lodo vuela al límpido están
que, acuda allí á purificarse de las miserias
terrenales?
— Fe comprendo perfectamente, exclamé
yo, pero creo que el remedio está en tus
manos.
—{Cuál es?
—El de irte lejos.
—Sí, lejos; pero {dónde?
—Pues á Paris: {ya no te gusta esa tierra
de promisión?
—'Fe diré: hay en París dos ciudades: la
una execrable y la otra fascinadora para
mi. Yo aborrezco el París que celebra
anualmente el 14 de Julio; el París que se
exhibe en la Gran Opera, en los mártes
de la Comedia Francesa ó en las avenidas
del bosque de Bolonia; el París que veranea
en las playas á la moda é inverna en Niza ó
en Canees; el París que acude al Instituto y
á la Academia en los dias de grandes so
lemnidades, el París que lee El Fígaro ó
la Revista de Ambos Mundos; el París que
por boca de Deroulede, pide un dia y otro
la revancha contra los alemanes; el París de
Gambetta y de Thiers; el París que se e.xta
sía con Coquelin y repite las canciones de
Paulus; e!París de la alianza franco-rusa; el
París de las exposiciones universales; el Pa
rís orgulloso de la torre Eiffel; el París que
hoy se interesa por la cuestión de Panamá;
el Paris, en fin, que atrae millares y milla
res de séres'de distintas razas, de distintas
jerarquías y de distintas nacionalidades
Pero adoro, en cambio, el París raro, exó
tico, delicado, sensitivo, brillante y artifi
cial; el París que busca sensaciones extra
ñas en el éter, la morfina y el haschisch;
el París de las mujeres de labios pinta
dos y de cabelleras teñidas; el París de
las heroinas adorablemente perversas de
Catulle Mendés y René Maizeroy; el París
que da un baile, rosado, en el palacio de
Lady Cailhnes, al espíritu de María Stuart;
el París teósofo, mago, satánico y ocultista;
el París que visita en los hospitales al
poeta Paúl Verlaine; el París que erige
estatuas á Baudelaire y á Barbey de Aure-
villy; el París que hizo la noche en el ce
rebro de Guy de Maupassant; el París que
sueña ante los cuadros de Gustavo Moreau
y de Puvis de Chavannes, los paisajes de
Luisa Abbema, las esculturas de Rodin y
la música de Reyer y de Mlle. Augusta
Ilolmés; el Paris que resucita al rey Luis
II de Baviera en la persona del conde Ro
berto de Moníesquieu-Fezansac; el París
que comprende á Kuysmans é inspira las
crónicas de Jean Lorrain; el París que
se embriaga con la poesía de Leconle de
Lisie y de Stephane Mallarmé; el París
que tiene representado el Oriente en Ju-
dith Gaulier y en Pierre Loti, la Grecia en
Jean Moréas y el siglo XV*111 en Edmond
de Goncourt; el Paris que lee á Rachilde, la
más pura de las vírgenes, pero la más de
pravada de las escritoras; y el Paris, por
último, que no conocen los extranjeros y
de cuya existencia no se dan cuenta tal
vez.
—ó: entonces {por qué no le marchas?
—Porque si me fuera yo estoy segurodeque
mi ensueño se desvaneceria, como el aroma
de una flor cogida en la mano, hasta quedar
despojado de todos sus encantos; mientras
que viéndolo de lejos, creo todavia que hay
algo, en el mundo, que endulza el mal de la
vida, algo que constituye mi última ilusión,
la que se encuentra siempre, como perla fi
na en cofre empolvado, dentro de los cora
zones más tristes, aquella ilusión que nunca
se pierde, quizás...
Julián DEL CASAL.
Sueños .Vires, Frírero 10 de 1803
EL DAÑO
A Florencio Sanche* (Oaiíto fíireiles)
la falda de una cuchilla que
se
^extiende hasta perderse de vista en
el horizonte, álzanse unos ranchos de
¿¿/paja brava y terrón, que tienen por
moradores á la familia Gutiérrez, comoues-
ta: de un viejo gaucho, que conoce á cuanto
bicho ha vivido en el pago desde la Guerra
Grande; doña Dorotea, su esposa, criolla
cruda que apesar de sus años aún conserva
la agilidad de sus mejores días; y María, hija
única de aquel mttrimonio, morocha de
ojos negros y expresivos que pasa por la
moza más simpática del pago. En aquel ho
gar modesto no reina la acostumbrada ale
gría.
María está postrada en cama desde hace
un mes, presa de una extraña enfermedad,
que según los médicos del pueblo que la han
examinado no tiene remedio, y que los cu
randeros del pago tampoco pueden
porque dicen que es daño.
En una de las habitaciones del
principal, se halla la enferma, tendida en
una vieja marquesa reclinada su cabeza sobre
la almohada. Junto á la cama está un joven
paisano con la vista nublada por reflexiones
tristes, fija en la enferma, atento á sus me
nores movimientos. Se llama Pedro y es
el novio de María.
De cuando en cuando Doña Dorotea se
acerca al lecho, contempla á su hij 1 que
rida y sale lagrimeando puerta afuera en
dirección à la cocina á echar su vistazo á
los cocimentos que recetó el curandero en
su última visita.
En los periodos en que la fiebre domina
á la joven haciéndola caer en esas largas y
agitadas somnolencias, de las que parece
que no reaccionará, Pedro trata de consolar
curar,
rancho
á Doña Dorotea y al viejo Gutjerrez dicién-
doles que lo que su María tiene no es nada,
que le pasará pronto. A ellos también les
jura, que la bruja perra que le echó el daño
no lo vá á pasar del todo bien cuando Ma
ría se componga.
Pero se 've que lo que abate al espíritu
del mozo, haciendo que tome más cuerpo en
su cerebro la idea de la venganza, son los
grandes sufrimientos por los que pasa su
María su linda morocha, la mujercita que
rida por quien diera su vida si para salvarla
necesario fuera.
Pasan los dias, y María se agrava cada
vez más.
La enfermedad, que no cedeá los esfuerzos
de los médicos, no puede ser dominada por
los de los curanderos , que con sus cruces
y sus yuyos, no coa-fi guen ahuyentar el
dañr, que vá minando a pne! cuerpo antes
tan lleno de juventud y de vida y va tan
quebrantado.
Una mañana en que todo parecia sonreír
la Madre Naturaleza que con sus galas
daba á todo luz y color, en que los pájaros,
volandode rama en rama, trinaban contentos
alegrando el ambiente, saturado de embria
gadores perfumes, aquella alma ya cansa
da de la lucha, se doblegó vencida.
La desesperación de Pedro ante tan rudo
golpe, fué grande. Abandonó los ranchos
subyugado por la idea de venganza.
Se encaminó hacia una cuchilla, distante
de allí una legua, en donde sabía que se al
bergaba la negra Gumersinda, una vieja
bruja, de quién sospechó desde el p: imermo-
mento fuera quien le habia echado aquel
fatal daño.
Vivía ésta en una vieja y ruinosa tapera
de paredes agrietadas por las inclemencias
del tiempo. R adeábalaespesocardal, que era
la vegetación quecon más exhuberancia cre
cía allí.
Una vez llegado allí se apeó, sin cuidarse
délos perros que ladraban desesperados,
atados al rechoncho tronco de un viejo om-
bú, que como solitario guardián, se alzaba
á la puerta y cuyas ramas se esparcían vi
ciosas por sobre la totora del rancho.
La vieja brtrj, al ver á Pedro, se extre-
meció como si le hubiera leído en la cara
lo que pasaba en su alma y sin siquiera
saludarlo quiso largarse fuera del rancho,
pero Pedro cojiéndola bruscamente del
brazo, la obligó á quedarse allí. Con tono
amenazador, comenzó á interrogarla, agi
tándola fuertemente con toda la fuerza de
sus nervudos brazos.
Ella se arrollaba toda,forcejeando por de-
sacirse de la mano de hierro que la suje
taba.
Y asi, por medio déla amenaza, consiguió
Pedro la ansiada revelación que la vieja,
sofocada y tartamudeando le hizo, de quién
era el autor del daño.
Si ella lo habia preparado y se lo habia
dado á . María, lo había hecho por mandato
de Manuel, ei capataz de la Estancia de
Don Claudio González, bajo la pr maesa de
que si conseguía mandarla pa el otro lao le
pagaría bien su servicio.
AI escuchar esto Pedro, bramando de ira,
53
VIDA MÒNTEVIDEANA
dió un empellón á la vieja, tirándola por
tierra, y á pasos largos se encaminó en bus
ca de su caballo que andaba pastando suel-
3 to á una media cuadra de allí.
Pedro lo montó y coa movimiento ner
vioso de hombre sumamente agitado, clavó
despiadado en los hijares de su pingo las
espuelas nazarenas, haciendo que éste par
tiera veloz. La bruja que se había incorpo
rado asomtdaá la puerta del rancho lanza
ba hácia el gaucho dolorido miradas llenas
de rencor, en tanto que pronunciaba pala
bras incoherentes que podían traducirse en
horribles juramentos y maldiciones.
Cuando el sol ocultándose inundabt á la
tierra con sus tintes de oro último, á esa ho
ra en que en nuestras campiñas solo se
respira brisas impregnadas de agradables
perfumes, llegaba Pedro, agitado, tal vee
más que su caballo, jadeante y sudoroso, á
la Estancia de González.
La peonida, en alegre círculo, r estejabacon
6 risas los cuentos que Don Dionisio- un gau
cho vejancón, alegre y espiritual—les conta
ba, saipicados con los chistes de su inacaba
ble repertorio criollo, mientras el mate
pasaba de mano en mano.
Sin apearse Pedro, preguntó por Manuel
á un tapecito que mirándolo no sin estrañe
za le dijo que había salido hasta la pulpería.
Dió de riendas para tomar ese rumbo, cuan
do vió al que buscaba.
Al verlo, sintió hervir en sus venas su
sangre criolla; sus ojos centellearon y como
ya Manuel se acercaba y el no podía domi
narse rompió su horrible silencio convidán
dolo con voz alterada á apearse, pues tenia
que hablarle.
—Venia á verte Manuel, porque tengo que
hablarte.
— {Si? pues entonces, cuando quieras...
—Venia á saber si fuistes tú el cangalla que
le hizo echar daño á María Gutiérrez.
—¿Yo? no sé porqué; ¿acaso me ocupo yo
de ella más que de naides?
—¿Con que entonces negás? Es que no te-
néscoraje ¡bandido!, pa aguantarlo quehicis-
tes.
—Yo...Te digo la verda...yo nó!
—¡No mientas trompeta!; ni seas sinver
güenza pues yo se que fuiste vos el que en
cargó á la negra Gumersindo el daño pá
María.
—Guano mira, te viá decir... yo fui... es
cierto pero no creí...
—¿Y por qué hicistes eso?
—Te viá decir, pues porque quería á Ma
ría... que ella hrbía sido novia mía... pero
cuando vos caistes al pago me dejó á mi,
por atenderte y eso á mí no me gustó...Me
dió rabia.
—Con que entonces confesas que hicistes
eso y que lo hicistes porque no tenias coraje
pa medirte conmigo; ¡gaucho maula! ..
—Miró Pedro... que-no aguanto que me
insultes.
—No; si yo no vengo á insultarte, vengo
á ensebar mi facón en tus tripas ¡desgraciad
—¿A mi?
—Sí, á vos!
Y ambos, lijeros como el rayo, echaron ma
no á la cintura, sacando Manuel una daga
con la que tiró rápido un tajo mortal á
Pedro, pero este, en tanto que con el mango
del rebenque paraba, el arma de su rival, le
hundía su facón hasta el mango en el vien
tre.
Y cuando la peonada del Establecimiento
se apercibió de la lucha y corrió á auxiliai
a su capataz, este ya había muerto.. .La si
lueta de Pedro se perdía en el horizonte....
Ií >cardo LOPEZ IABANDüRA.
M v.Uevkleo, Febrero 1-2 ele 1889'
->y ¿r ¿olop sr ó
UN NUEVO POETA
-age-
Pura Amílico S. Manco'o
I
' que los Alpes me han llevado á
Ajf^fLvla poesía, me quedo en ellos pa a
V-pLÍj V revelar un nuevo poeta, anunciado
■j ç—jL.i por varios escritores italianos en
revistas extranjeras; el cual soborea en estos
días una de las mis profundas alegrias que
se hayan concedido al corazón humano: la
de contemplar el alba de la propia gloria.
No tiene todavía treinta años: era en efec
to completamente desconocido, hasta hice
pocos meses.
Es hijo de un obrero tejedor de un pueblo
del Piamonte; en su niñez trabajó en el telar;
tuvo una niñez pobre y dura: su familia lo
dedicó con grandes sac ilicios ni estudio pa
ra hacer de él un sacerdote; pasó algunos
años en el Seminario, donde su fé religiosa
se apagó; después permaneció cuando salió
de allí; vivió, como vive todavía, dando
lecciones-particulares de literatura que ape
nas le dan pan.
Es una figura que recuerda la de Le ópar-
di: pequeño, mac lento, pálido, pob:emente
vestido, extraordínari miente tímido, amante
de la vida solitaria, una ligara extraña, una
índole taciturna, una especie de ermitaño
selvático, en quien ninguna señal exterioi
deja adivinar al artista.
Este pobre hij) de obrero ha escrito un
poemita formado de poesías de diversó me
tro sobre la enfermedad y muerte de la ma
dre que adoraba, una serie de escenas, de
cuadritos domésticos, de episodios afectuo
sos y dolorosos, de gritos de angustia y de
sesperación, que hacen estremecer y llorar
al más frío lector.
Y á la profundidad trágica del sentimien
to, se une en su poesía una delicadeza rara
de forma, obtenida con pudentísimas fatigas,
pero no exenta de amable sencillez, á través
de la cual aparece netamente, como el fondo
de un arroyo limpidísimo, el alma del poeta.
Leedlo, y tendréis por mucho tiempo ante
los ojos la imagen de esa pobre madre muer
ta, que os hará amar al hijo huérfano y me
ditar en las miserias y dolores humanos.
El nobilísimo poeta no estodavía profesor,
porque como tiene que d ir lecciones para
ganarse el pan, no ha tenido tiempo toda
vía, en diez años, de tomar el diploma.
Se llama Giovanni Cena.
JídmCndo P'AAUCIS.
)AS campanas del pueblo llaman á
IfSLnisa de domingo. Poruña de las
I i Wj-y desiertas sendas que conducen á la
Iglesia aparece Georgina, siempre
sonriente, y se detiene. Mira; parece que
buscara á álguien.
Por el extremo opuesto, dos ó ti es jó\e-
nes del pueblo se acercan y la saludan, pero
ella no sonríe mis que al último de ellos, a
Juan, el cual, tímido y bondadoso, no se
atreve á adelantarse, y al que ella ama con
toda la vehemencia de un alma de 16 abriles.
Juan sigue el camino de su amante, sus
acompañantes le dejan, y junto con la her
mosa niña, entra al sagrado recinto y detras
suyo escucha el paternal sermón.
Mientras dura el divino oficio, Juan per
manece abismado en un respetuoso silencio. •
Ora con devoción, y sus miradas solamente
sedirijená la María celeste y á su virjen
amante.
Y cuando salen de la Iglesia y se encuen
tran otra vez en aquella senda de flores que
se abren y de botones que estallan, ,cómo se
dilatan los coruzanes de aquellos niños ena
morados; cómo sonríen de contento sus son
rosad is mejillas! .. .
Caminando lentamente se dm,en a casa
de Georgina, bajo los ardores de un so
abrasador, á la sombra espesa de los ar o-
les; aspirando el perfume suave de las llores
que trae una brisa sutilísima moviendo a su
paso en rítmicas ondulaciones, las espiga»
de las achiras que deslumbran con sus re-
nejos de oro; pisando la alfombra de gra
nadla y de margaritas roj is, que ciujcn y
su paso en besos imperceptibles; con
manos enlazadas, apretadas; callados, sin
decirse una palabra, en la embriaguez de
esta elocuencia de los enamorados que n^
abren la boca más que para cambiar
nombres y los libios mi. I#” 1 '”
besos y que se dicen todo en uns m,
rada.. •
¡Cuánta felicidad!
11
Un día las campanas del pueblo repique
teaban «á todo vuelo»»: era el día de la boda
de Georgina con su tímido amigo Juan.
Juan v Georgina eran desde entonces la
pareja más feliz del pueblo.
El dia lo pasaba él trabajando en la gia
ja ó en el campo; por la noche, cuando esta
llemtbu con sus sombras deseadas, Ju
emprendía el regreso á la rústica casita
donde salía á recibirlo con los brazos abier
tos la sonriente Georgina.
En todos los instantes, la alegría mas
sueña reinaba en el alma de los enamora
esposos.
Asi pasaron tres cosechas. Más cuando
empezó á madurarla cuarta siembra, las
54
VIDA MONTEVIDEANO
campanas del pueblo volvieron á sonar: su
voz era triste, lúgubre.
Los tiempos habían cambiado: el cielo de
aquel hogar se había cubierto de nubes
negras.
Georgina dejó dos veces su imágen vivien
te á su marido: le dió dos niños rubios
como ella, y como ella sonrosados y risue
ños, y al dárselos dejó para siempre á su
esposo para velar por ellos allí en el cielo.
Juan dobló la frente.
Y su corazón quedó traspasado de dolor,
y sus ojos sin lágrimas por tanto llorar y sú
existencia languidecía.
Pero esto no era todo.
Los dos pequeños ángeles de su casa, el
único lazo que le ligaba á la tierra, un día
alzaron el vuelo para ir á encontrar á su
madre en el azul infinito.
Juan lloró, lloró mucho, tanto, que quedó
como enloquecido de dolor.
I V
Todo es vacio y desolación en derredor de
Juan; por todas partes se extiende una den
sa niebla.
Adiós las horas felices! Adiós risueñas
ilusiones y esperanzas!
Sus mejillas se descarnan y toman un
tinte lívido; su frente se arruga; sus ojos «e
hunden y se secan; sus manos tiemblan.
L1 contento que nace del trabajo no le
conforta; el trabajo le falta porque su brazo
se fatiga, y el pan de cada día concluye por
ser insuficiente.
El vd la espiga amurillar en el surco de
bilmente y sus fuerzas no le permiten apar
tar las hierbas que las apretan y las ahogan.
La noche del desfallecimiento invade más
y más su alma abatida.
Una esperanza brilla aún: la esperanza
engañosa de ir á la ciudad, á la ciudad co-
quetay caprichosa, á la ciudad de la opulen
cia y de la miseria, queda á aquellos que
no piden y niega á aquellos que no tienen.
¿Qué irá á hacer en la ciudad, él, que ya
ha perdido la agilidad, él, que carece de
astucia ?
^ el viejo Juan mendiga. Anda solo, no le
acompaña ni aún un perro.
Si, un perro--el inevitable can, este grave
y silencioso conductor de ancianos, que pasa
sus dias acostado delante de su amo v le
evita la vergüenza ó al menos la pena" de
tender la mano para pedir, ese compañero
fiel y cariñoso de todo mendigo,--un perro
falta al desgraciado viejo, que no tiene el
consuelo de partir con él su pan raro!
f odas las mañanas se sienta en el portal
de una-suntuosa casa, y empieza por des
cubrir su frente y posar cuidadosamente á
sus piés su sombrero desteñido y roto que
le sirve de alcancía.
Los rayos ardientes, las brumas frias, las
tempestades, ó ¡a viva helada, azotan su
cabeza desnuda, y él espera á los que pa
san, haciendo oscilar, en respetuoso saludo,
su larga cabellera rizada, flexible y de un
blanco amarillento.
imaginación, ved como todos los días su
arco maravilloso llora amargamente esta
fantasmagoria retrospectiva y parece que
abre al oido todas las cataratas de la h armo
nia...
¡Dad una limosna al pobre viejo!
WERTHER.
VI
No tiene conciencia de los obstáculos, y
parte.
Llega lleno de buen deseo, busca, inquie
re, se esfuerza...
Vanamente!
Su corazón ha sangrado su última
gota; él ya no pertenece á este mundo como
espíritu, y su vigor se doblega con sus
esperanzas.
Juan ha llegado á una de las más rápidas
y tetri.bles etapas del infortunio: Juan ha
envejecido...
Dondequiera que se presenta se le mira
con cierta desconfianza y muy pocas veces
con aiie de piedad. Si oírecc sus servicios
le rechazan duramente. Es que en las ciu
dades opulentas el trabajo tiene imp ríos s
exigencias; quiere el vigor y actividad de la
juventud á menos de la robustez de la edad
madura.
¿Qué hacer? Lo que hacen aquellos que
carecen de todo.
Védlo, ahi llega apoyando su mano en un
encorvado bastón.
L'ega para comenzar su tarea diaria hasta
que la noche lo concluye todo. El vá á eje
cutar su ejercicio cotidiano, es decir á frotar
mecánicamente el arco sobre las cuerdas de
su violin.
He dicho frolir... está bien esta palabra?
Lejos de rozar las crines sobre las cuerdas
mudas, el melancólico anciano las posa
apenas... Y aquel arco fantástico, hace bien
con sus sonidos dulces, con su harmonia
inexplicable, más lijero y mis leve en sus
movimientos que el aire manso sobre las
espigas ondulantes, que las desflora apenas
las roza.
Y los dedos huesosos del pobre viejo se
levantan y se oprimen sobre la extremidad
de las cuerdas; el arco ondea, corre, se
desliza, tiembla y describe curvas, se alar
ga y se encoje; el violín mismo experimenta
ciertas sacudidas, ciertos estremecimientos...
Es indudable que un pensamiento le
anima: ¿es un llanto lo que ejecuta?
¿Es el .suave idilio de su juventud, la
conmovedora tristeza de su edad viril, la
oración fúnebre de sus viejos años, todas
sus tiernas alegrías, sus sonrisas melancó
licas, sus momentos amargos, su lloro, lo
que el evoca y hace revivir con el arco ele
su violin que el anima, agita y hace llorar
como lloran, se animan y se agitan sus pen
samientos?
jlEs una música de;canac:du. ¿Quién la
há jamás sentida? ¿Q íién puede decir dé
haberla entendido alguna vez?
Es que su música es una triste epopeya,
una larga cadena de emaciones y dolores,
—desde la alegría de las horas infantiles,
desde la felicidad de la juventud radiante,
hasta las lágrimas del sombrio invierno de
su vejez.
Contemplad esta vida penosa del pobre
viejo, esta carrera dolorosa, sus etapas y su;
estaciones de miseria.
Y mientras veáis que interiormente, este
viejo Orfeo rinde su vida en todo un mundo
de recuerdos amargos en un pasado doloroso,
y que sus muertos queridos atormentan su
Montevideo, Febrero 12 de ¡398.
u i®
(CUENTO)
( Conclusión
Dimos unas cuantas monedas de plata á
la abuela y nos despedímos de Betsv. Pero
la niña noquiso abandonarnos todavía y nos
acompañó hasta el carruaje, al que siguió
durante largo rato con sus ojos.
Al cabo de un mes volvimos á pasar por
el mismo sitio en sentido inverso, es decir,
desde Clidfen á Oalway. Allí nos detuvi
mos como la otra vez.
Como no habíamos encontrado á Betsy,
antes de abandonar aquel país, que no de
bía yo volver á visitar en mi vida, quise
ver de nuevo á mi simpática protegida.
Llamé á la puerta de la pobre casa, me
abrieron, entré y presenciaron mis ojos un
espectáculo tristísimo.
Alrededor de la camita de Betsy, alum
brada por tres humeantes cirios, oraban
unas cuantas viejas arrodilladas.
A mi llegada cesó el rezo y todas levanta
ron la cabeza. Una de las ancianas se puso
de pié y se dirigió hacía mí. Era la abuela,
que me había reconocido. Dos gruesas lá
grimas rodaron por sus arrugadas mejillas
—¡Betsy! —murmuró—¡Betsy!...
En pocas palabras me dijo la pobre vieja
que su nieta hab a muerto aquella misma
mañana, á consecuencia de una fiebre.
Me acerqué al lecho de Betsy.
La pobre niña estrechaba entre sus manos
y oprimía contra su pecho, la estampa de
San Patricio y los dos zapatitos que yo le
había regalado.
—Durante la enfermedad- me dijo la an
ciana—los ha tenido á su lado y la enterraré
con ellos, para cumplir su última voluntad.
Crea usted, caballero, que me la pidió con
mucha insistencia.
En aquel momento brotó de mis ojos una
lágrima. Me incliné hacia la pobre niña y
la di un beso en la frente, mientras los tres
cochinillos negros, refugiados bajo el lecho
mortuorio, volvían hacia mi sus entristeci
dos y empañados ojas.
J. NORMANO.
Establ. gráfico á vapor, Convención 8a
54
VIDA MONTE VIDEANA
campanas del pueblo volvieron á sonar: su
voz era triste, lúgubre.
Los tiempos habían cambiado: el cielo de
aquel hogar se había cubierto de nubes
negras.
Georgina dejó dos veces su imagen vivien
te á su marido: le dio dos niños rubios
como ella, y como ella sonrosados y risue
ños, y al dárselos dejó para siempre á su
esposo para velar por ellos allí en el cielo.
Juan dobló la frente.
Y su corazón quedó traspasado de dolor,
y sus ojos sin lágrimas por tanto llorar y su
existencia languidecía.
Pero esto no era todo.
Los dos pequeños ángeles de su casa, el
único lazo que le ligaba á la tierra, un día
alzaron el vuelo para ir á encontrar á su
madre en el azul infinito.
Juan lloró, lloró mucho, tanto, que quedó
como enloquecido de dolor.
^ el viejo Juan mendiga. Anda solo, no le
acompaña ni aún un perro.
Si, un perro—el inevitable can, este grave
y silencioso conductor de ancianos, que pasa
sus días acostado delante de su amo v le
evita la vergüenza ó al menos la pena de
tender la mano para pedir, ese compañero
fiel y cariñoso de todo mendigo,—un perro
falta al desgraciado viejo, que no tiene el
consuelo de partir con él su pan raro!
Todas las mañanas se sienta en el portal
de una-suntuosa casa, y empieza por des
cubrir su frente y posar cuidadosamente á
sus piés su sombrero desteñido y roto que
le sirve de alcancía..
Los rayos ardientes, las brumas frias, las
tempestades, ó la viva helada, azotan su
cabeza desnuda, y él espera á los que pa
san, haciendo oscilar, en respetuoso saludo,
su larga cabellera rizada, flexible y de un
blanco amarillento.
imaginación, ved como todos los dias su
arco maravilloso llora amargamente esta
fantasmagoría retrospectiva y parece que
abre al oido todas las cataratas de la h armo
nia...
¡Dad una limosna al pobre viejo!
WERTMER.
Montevideo, Febrero 12 de (898.
Li ILÜS
(CUENTO)
( Conclusión )
I V
Todo es vacío y desolación en derredor de
Juan; por todas partes se extiende una den
sa niebla.
Adiós las horas felices! Adiós risueñas
ilusiones y esperanzas!
Sus mejillas se descarnan y toman un
tinte lívido; su frente se arruga; sus ojos se
hunden y se secan; sus manos tiemblan.
El concento que nace del trabajo no le
conforta; el trabajo le falta porque su brazo
se fatiga, y el pan de cada día concluve por
ser insuficiente.
El vé la espiga amurillar en el surco dé
bilmente y sus fuerzas no le permiten apar
tar las hierbas que lasapretan y las ahogan.
La noche del desfallecimiento invade más
y más su alma abatida.
Una esperanza brilla aún: la esperanza
engañosa de ir á la ciudad, á la ciudad co
queta y caprichosa, á la ciudad de la opulen
cia y de la miseria, quedé á aquellos que
no piden y niega á aquellos que no tienen.
¿Qué irá á ha.
VI
Vedlo, ahí llega apoyando su mana en un
encorvado bastón.
Llega para comenzar su tarea diaria hasta
que la noche lo concluye todo. El vá á eje
cutar su ejercicio cotidiano, es decir á frotar
mecánicamente el arco sobre las cuerdas de
su violín.
He dicho froLir... está bien esta palabra?
Lejos de rozar las crines sobre las cuerdas
mudas, el melancólico anciano las posa
apenas... Y aquel arco fantástico, hace bien
con sus sonidos dulces, con su harmonía
inexplicable, más lijero y mis leve en sus
movimientos que el aire manso sobre las
espigas ondulantes, que las desflora apenas
las roza.
'i ios dedos huesosos del pobre viejo se
levantan y se oprimen sobre la extremidad
de las cuerdas; el arco ondea, corre, se-
desliza, tiembla y describe curvas, se alar
ga y se encoje; el violín mismo experimenta
ciertas sacu di das, ciertos estremecimientos...
CLASSIC
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Dimos unas cuantas monedas de plata á
la abuela y nos despedímos de Betsy. Pero
a niña noquiso abandonarnos todavía y nos
acompañó hasta el carruaje, al que siguió
durante largo rato con sus ojos.
Al cabo de un mes volvimos á pasar por
el mismo sitio en sentido inverso, es decir,
desde Clidfen á Galway. Allí nos detuvi
mos como la otra vez.
Como no habíamos encontrado á Betsy,
antes de abandonar aquel país, que no de
bía yo volver á visitar en mi vida, quite
ver de nuevo á mi simpática protegida.
Llamé á la puerta de la pobre casa, me
abrieron, entré y presenciaron mis ojos un
espectáculo tristísimo.
Alrededor de la camita de Betsy, alum
brada por tres humeantes cirios, oraban
unas cuantas viejas arrodilladas.
A mi llegada cesó el rezo y todas levanta
ron la cabeza. Una de las ancianas se puso
cíe pié y se dirigió hacia mi. Era la abuela,
que me había reconocido. Dos gruesas lá
grimas rodaron por sus arrugadas mejillas
—¡Betsy! —murmuró—¡Betsy!...
Ln pocas palabras me dijo la pobre vieja
ue su nieta hab a muerto aquella misma
lañana, á consecuencia de una liebre.
Me acerqué al lecho de Betsy.
La pobre niña estrechaba entre sus manos
opiimia contra su pecho, la estampa de
jan Patricio y los dos zapatitos que yo le
bia regalado.
—Durante la enfermedad—me dijo la an-
|ina los ha tenido á su lado y la enterraré
n ellos, para cumplir su última voluntad,
eu usted, caballero, que me la pidió con
cha insistencia.
En aquel momento brotó de mis ojos una
grima. Me incliné hácia la p More niña y
di un beso en la frente, mientras los tres
—¡aillos negros, refugiados bajo el lecho
rtuorio, volvían hácia mi sus entristeci-
y empañados oj os.
J. NORMANO.
stabi. gráfico á vapor, Convención 8a