PÁGINA BLANCA
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Repentinamente, el sonar de una trompeta re
corrió todos los ámbitos y se hizo un silencio
profundo. El enviado celeste de que me hablara
mi guía ocupó su sitio en una amplia tribuna
enlutada. Ayudándose de un enorme libro, em
pezó a nombrar, uno por uno, a cada pecador
de aquella inmensa falange. Acto seguido, enu
meraba las culpas de cada cual y a cada cual
preguntaba: «¿Te reconoces?» Y aplicaba la
pena.
Nadie quedaba sin protestar ni disculparse, bien
que inútilmente, es claro. Los suspiros y lamen
tos que desgarraban aquel caliginoso recinto eran
tan hondos, que apocaban el ánimo más vaionil.
Á las puertas del suplicio, quien no dejaba co-
rrer el río de sus lágrimas era porque ya lo ha
bía agotado en su espera. Yo pensaba en aquella
alma, pálida y triste, que me había saludado, al
pasar, cuando la vi comparecer, la última, ante
aquel terrible juicio. Más, contrariamente a como
Procedieran las otras, ella ni se disculpó, ni pro-
testó. Entonces me decidí y así hable al impla
cable juez: «Tú que vienes de una región azul y
luminosa, donde todo es bello, grande y magní
fico ¿te has olvidado de la misericordia, dejando
endurecer tu corazón?» Con voz estentórea,
Preguntó él: « ¿ Quién habla ? » Y luego, al divi-
s arme: ¿Cuándo has llegado tú? Recién—díjele—
y a imploraros perdón para estos condenados
m e atrevo. «Envidiosos, se han perseguido siem-
P re > han tratado siempre de medrar aunque en
su medro fuese la felicidad del hermano o del
amigo. Siendo reos del mismo delito, juntos y
s ' n perdón deben purgarlo. Por la envidia del
diablo, entró la muerte en el mundo. El pecado
es eterno y el suplicio es conforme al pecado ».
N° quedé cortada con este discurso y temerosa
be replicar; pero mi guía me animó diciéndome:
8 Anda, dile que nacieron débiles e imperfectos
y que en el pecho de un arcángel tan hermoso
cuadra más bien la clemencia que el castigo, y
Puede que se ablande». E iba a obedecerle, cuando
e stalló una formidable tempestad. Raudales de
fuego cayeron de todos los puntos. Un clamoieo
infernal unióse al retumbar incesante y violento
bel trueno.
Vi como una nube se llevaba al inflexible jus
ticiero celeste. Y, de nuevo, también, a aquella
alma pálida y triste que me saludó. A punto es
taba de reconocerla, cuando otra nube, intei po
niéndose, nos separó para siempre. Me lancé
hacia el sitio por donde había sido ocultada la
. imagen, pero mi guía me retuvo, ordenándome:
8 i Marchémonos!» No, quedémonos le contes
taba yo—pugnando y forcejeando por hacerlo.
Pero él me llevó, me empujó, me sacó fuera de
allí v emprendimos un camino laigo, en el que
éramos los únicos transeuntes. A derecha e iz
quierda, y hasta donde la vista podia alcanzar,
no se divisaban más que tumbas, todas abieitas
y recién removidas. Era tan ^doloroso y predis
ponía tanto el ánimo a la flaqueza aquel espec
táculo en la solitaria extensión que, sin quererlo,
empecé a llorar. Mis ojos convirtiéronse en dos
fuentes, siendo impotente mi albedrío para con
tener corriente tan impetuosa.
Mi acompañante estaba desolado. Sin embargo,
me decía: «¡Marchemos! El camino es largo y
debemos llegar». ¡Llegar! ¿A dónde? ¿laia que
hemos de llegar? «Es una orden misteriosa que
he recibido » - respondió él. Y de nuevo, con des
gano. echamos a andar. Al borde de una tumba,
y ya marchita, había una flor caída. Me incline
piadosamente para recojerla y, mirando al des
cuido, vi que aquella fosa era un abismo. Me
pareció que, desde lo hondo, una voz conocida
me nombraba. Me incliné tanto, dentro de aquel
hoyo infinito, que mi guía tuvo que íntervenu
para que no cayera. Pero en mí trabajaba a
obsesión de la sima, y mi deseo era resbalar ha
cia ella. Sorprendióme una intensa descarga y
desperté sobresaltada. Sobre la faz del planeta,
la. tempestad estaba en su apogeo. Y, en mi mesa
de trabajo, el libro abierto repetía las palabras
antes oídas: «Por la envidia del diablo entró la
muerte en el mundo... »
La muerte es una orden misteriosa que hemos
recibido. ¿Dónde se halla el osado que no la
cumpla? Decía bien el otro: ¡Debemos llegai .
¡Aliávamos todos! ¿Y luego? ¿Nos aguarda la
eterna amargura? ¡Oh! la gran amargura esta
aquí, entre este polvo y estas muchedumbres...
Pero ¿quién sería aquella alma, tan pálida y tan
triste, que en el reino del dolor me saludo."
Jilma.
Salvando erratas
E n el capítulo III de la magnífica producción
literaria de nuestro ilustrado colaborador,
doctor Eduardo Acevedo Díaz, que apareció en
el número anterior, deslizáronse errores de correc
ción que nos apresuramos a salvar.
Donde dice «el dedo los escucha», debe leeise
«el aeda». Donde: «Entonces el dedo suele ex
pandirse..- léase «Entonces el aeda... Donde:
«Solo a un dedo se le ocurre»... léase: «Solo a
un aeda se le ocurre...»
El desliz de corrección convirtió el vocablo
aeda, de origen griego, que importa el nombre
dado a los grandes poetas primitivos, en el pro
saico de dedo. Aunque es seguro que nuestros
lectores habrán hecho caudal de lo ocurrido nos
complacemos en consignar esta salvedad.
Permanente
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Margarita de la Sierra.