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LAS NOVELAS SOCIALES
ni an la hermosura dolorosa y desmayada de la anemia;
llores de vida que se mustiaban antes de abrirse; adoles
centes de piel blanca, de una palidez de papel mascado, que
el sol no lograba calentar, tiñéndola á trechos con menu
das manchas de color de salvado. Vírgenes de ojos desme
suradamente abiertos, como asombradas de haber nacido,
con los labios azules y las encías de ese rosa pálido que re
vela la miseria de la sangre. El pelo triste y sin brillo aso
maba alborotado bajo el pañuelo, guardando en sus mara
ñas briznas de paja y granos de tierra. El pecho de las más
tenía la monótona uniformidad del desierto, sin que al res
pirar se marcase bajo la tela el más leve rastro de los mon
tículos seductores que avanzan orgullosos como un blasón
del sexo. Tenían las manos grandes y los brazos enjutos y
huesosos como los hombres. Al andar, movíanse sus fal
das con desmayada soltura, como si dentro de ellas sólo
existiese aire, y al sentarse, la tela marcaba ángulos duros
sin la más tenue redondez. El trabajo, la fatiga bestial ha
bían paralizado el desarrollo de la gracia femenina. Sólo
algunas delataban bajo su envoltura los encantos del sexo;
pero eran muy pocas.» (1)
Muertos para el arte Pereda y Palacio Valdés, (2) estro
peada la personalidad de Galdós (como novelista, entién
dase bien), en esa última serie de episodios que no ha sabi
do continuar la leyenda de sus primeras novelas, (?>) no
resta entre los contemporáneos otro novelista de más mé
dula que el autor de Arroz y Tartana. Y Blasco Ibáñez es-
(1) Ibidem, III, 163 y 164.
(2) Cuando esto se escribió, había anunciado que con La Aldea perdida ponía fin
á su obra literaria. Hoy, para bien de las letras espartólas y recreación de sus admi
radores, se ha disuadido de ello y prepara una novela que será, sin duda, hermosa
como todas las suyas: Tristón ó el pesimismo.
(3) Esto no se atreve á decirlo nadie en España, sólo Dionisio Pérez, ei que me
jor maneja el castellano entre nuestros escritores jóvenes y un periodista que pudie
ra dar lecciones á muchos académicos, asi como un artista probado y un pensador
original y audaz—lo ha notado de pasada. Galdós como novelista ha muerto á raíz
del comienzo de la última serie de los Episodios nacionales, que sólo en algunas pá
ginas afortunadas recuerdan aquellas sus primeras novelas, que lo colocaban á la al
tura de un Balzac. El hecho no deja de ser menos cierto porque los críticos al uso no
osen trompetearlo; y la posteridad sabrá muy bien qué partido tomar con esos libros
de cubierta llamativa.