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CERVANTES
rido expresar un drama del mundo—tanto más cuanto
que en ese grupo hay halgo de retrato—un dolor
determinado y nuestro, ¿por qué ha caído en la teatra
lidad de las imágenes religiosas, por qué no ha inqui
rido otra manera más personal y humana para^imbo-
lizarlo?
¿Es que sólo se ha preocupado de la técnica y ha
olvidado por esta vez lo fundamental: el concepto?
Y pensó: ¿es que por haberle dicho todos que su
arte se entronca con el de los imagineros se creía en
el caso de imitarles y trasladar a un mausoleo las figu
ras de un altar? Y recordaba aquellas luminosas pala
bras de Camilo Mauclair, refiriéndose a los maestros
pasados en su libro «De Watteau a Whistler»: «Ad
mirarlos no es imitarlos; es reconocer en ellos las
ideas lógicas comunes a las artes de todos los siglos y
conocer la fuente para alumbrar en nosotros ese ma
nantial eterno representado por el fluir de una visión
sincera y conmovida de los aspectos de la vida.»
¿O será acaso—añadí—que tuvo necesidad de ajus
tarse a los gustos de quienes habíanle encargado la
obra?
Me mostré partidario de eSfca sospecha al ver la
dualidad manifiesta de concepto de las dos figuras
(helena la del hijo, eclesiásticocatólica la de la madre).
Pues aunque ambas tendencias se advierten en su
arte, están armonizadas, fundidas, no se producen de
la tajante manera que aquí, hasta el extremo de que,
si se separasen las dos figuras, la del jovenzuelo
podría tomarse como un efebo dulcemente dormido,
nunca muerto—los griegos eran contrarios a las feal-