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CERVANTES
lias, tocaba ya en el horizonte. Desde la carretera leja
na, se oía el chirrido de un carro tirado al lento paso de
sus bueyes, y el cauto de un mozo rizaba el aire, car
gado de olores y de frescura. De las ramas del huerto
caían las primeras hebras de la sombra que envolve
ría a la noche en su fina red. La hierba crujía suave
mente en derredor de la margarita... y ella, estreme
cida, contemplaba absorta el misterio caído a ras de
ella. Estaba tan cerca a los azules ojos de la niña,
atónitos y abiertos, que veía las incontables rayitas
negras de sus iris; tan cerca... que un mechón de su
pelo la anegaba entre sus ondas, semejante a un río
de oro; tan cerca... que creyó oir manar la sangre
tibia bajo el acero reluciente, y sentir conmoverse su
corola por el trabajoso alentar de aquel pecho. Y
¡ay!... tan cerca... que una mano blanca, al crisparse
convulsa, arrancó a la margarita de su sostén, para
dejarla caer sobre aquel lacerado corazón... y todos
sus pétalos inmaculados tiñéronse de carmín... y su
trémulo suspiro fué a repercutir en el sollozo que
desgarró la garganta de la niña.
Después... la fugitiva esencia de la flor y el alma li
bertada de la mujer, confundidas en la brisa, rozaron
con ternura la frente del pobre loco, que lloraba junto
a la humilde planta despojada y al frágil cuerpo
exánime... a ras de tierra...
Carlota Remfry de Kidd