CHUTANTES
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otro mundo que el que circundaba la dehesa, creía de
buena fe que allí terminaba todo o que allí nacía todo
para no continuar.
María Jesús y Eafael se conocieron y se amaron:
se amaron con la ternura de las flores, con el ímpetu
de la sangre virgen, eon el atavismo de una supers
tición.
Está loca saña de amar y de sentir al modo de las
bestias, era en María Jesús y Eafael algo brutal e im
perativo, fuerte y salvaje, que asienta sus raíces en la
viva roca y muestra sus rojas flores en lo alto del co
razón. Amar a lo burgués hubiera sido para ellos in
inteligible. Quintaesenciar la forma hasta hacer de
cada palabra una melodía, hubiera pasado para ellos
como el amor de las estrellas. En sus largos silencios
estaba su mejor poema.
Desde la ribera del río, María Jesús clamaba:
—¡Eafaé!... ¡Eafaé!...
Y Eafael aparecía, sin pronunciar palabra, tal como
macho en celo al cálido reclamo de la hembra.
Sus coloquios eran mansos, cálidos, perfumados de
ternura y de pasión.
Sole acechaba en la sombra estos coloquios. Aun
recios sus brazos, aun rosado su vientre, aun encen
dido el corazón, también ansiaba morder el fruto ver
de y se retorcía en espasmos de dolor y lujuria. La
hembra triunfaba de la madre en un sarcástico pero
franco gesto de rebeldía. La raza mora, pasional y
morena, había dejado en la garrida hembra un sedi
mento bastardo, pero ácido y fuerte...