CERVANTES
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día. El campo, sopor y fatiga, sólo da una impresión
de cansancio. De vez en vez la música de una esquila
lenta y rumorosa. D. Miguel alza la cabeza, abre sus
ojos grises. Su pasado le inquieta y siente cómo la fa
tiga le sube a la garganta, le reseca los labios, le anu
bla los ojos. Sole ha puesto sobre su vida la última
brasa de deshonra, la última apostilla. Siente el dolor
de los heridos y el orgullo de los que no claudican
nunca. Siente asco por Sole y asco de sí mismo. Y
todo el fuego de su odio se apaga con el chorro frío
de este frío cálculo... Romper de una vez sería apre
tar la argolla que le une a Sole, argolla deleznable,
frágil, de indignidad, pero, al fin, la última. Guando
los brazos de Sole no se tiendan a su cuello, no en
contrará otros brazos amantes. Sólo sus besos podrán
encender, con indeciso temblor de fuego, sus caducos
labios. Ahora alza sus ojos hacia aquella estrecha vi
vienda, y la vivienda le muestra, descarnada, fría, in
quietadora, la ruina de su orgullo y de su corazón...
Desde la ribera del río, María Jesús clamó:
—¡Rafaé!... ¡Rafaé!...
El campo, en la noche, daba una sensación desco
lorida de pena, de terror, de cansancio, de muerte.
No eran ninguna y eran todas a un tiempo, estas vo
ces de la fatalidad, las que flotaban en aquel obscuro
ambiente vacío de sentido y vacío de luz. Cantaban
los grillos porque era primavera y porque era noche.
Su monótono canto era una estridencia más que ate-