CERVANTES
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aún, protégeme como en la escuela, porque sigues
siendo más fuerte. Tu pena es mezquina si la compa
ras con la mía... ¿Cómo no sonreir ante esos callos que
proclaman tu abnegación y ante ese mismo tropiezo
del cual te levantaste maltrecha, engañada, envilecida
socialmente, ¡pero con una hija!
Beatriz.—Una hija sin padre.
María Luisa.—Bah... ¿Y tú corazón? Así podrás
sentirla más tuya... Mientras encallecen tus manos para
alimentarla, eres el padre; cuando te levantas de la má
quina para ir a la cuna, eres tú... Tuya sola es la hija...
Sus sonrisas no tienen necesidad de compartirlas... En
tu buhardilla, que no necesito conocer para envidiar
la, hay, por pobre que sea, algo que jamás podrá ale
grar mi casa: un llanto que repercuta en tus entrañas,
una risa que sea como ventana abierta hacia el cielo...
Tu vida mala, la darás con gusto porque sean dulces
los días suyos... Mientras vayan saliendo tus canas, irá
ella creciendo, haciéndose mujer, y serás como tú mis
ma mejorada, embellecida... Como si te miraras en un
espejo milagroso... Mientras que yo... Yo acabaré en
mí para siempre, para siempre... Perdóname el que sea
mucho más desgraciada. Tal vez debí callar.
Beatriz.—No te entiendo bien... Quizás mis traba
jos manuales me hayan embrutecido... Me parece vis
lumbrar algo... ¿No eres feliz en tu matrimonio? ¿El
no es bueno? ¿Acaso quiere a otra o tiene fuera de casa
alguna de esas cosas que no importan mucho, y sin
embargo, mortifican? Puedes hablarme como yo te ha
blé a ti.
María Luisa.—¿El? ¡Qué me importa él! Todas esas