CERVANTES
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bles... Yo temblaba de ansiedad, temblaba tanto, que
una pobre menestrala que hasta entonces no había ha
blado, me dijo: «No esté así, yo le cedo mi turno que
es ahora.» Sin el temor a descubrirme, le habría dado
algo, mi cadena de platino olvidada en el cuello, por
aquel minuto de ansiedad que me quitaba caritativa
mente... Acababa de salir una muchacha de vientre
abultado. Y entré; la vista del medico, de aquel brillar
de instrumentos, de aquellos cuadros horribles colga
dos en las paredes, me sobrecojió y tardé mucho en
reaccionar. Al cabo, comprendiendo la imposibilidad
de fingirme zafia, puse un billete sobre la bandejita
donde el doctor recibía las dos pesetas de cada con
sulta, y reforzando mi mentira, le dije: «Sólo vengo a
una cosa, doctor... A que usted me diga si estoy o pue
do estar embarazada.» ¿A qué descubrirte toda la ver
güenza del reconocimiento, casi desvanecida, con la
ansiedad infinita de saber? Fue uno de esos cuararru-
gas; el esqueleto se curva un poco... Y después el hom
bre, con ojuelos ladinos, creyendo darme la impunidad
para sabe Dios qué abominables correrías, me aseguró
con estas palabras que no olvidaré nunca: «No, hijita,
la Naturaleza ha querido hacer y para siempre lo que
yo no me hubiera arriesgado a hacer ni una sola vez...
Puede usted marcharse tranquila y también correr
tranquila por el mundo, que por mucho que corra ja
más le saldrá a la cara, o adonde sea, como a esa infe
liz que acaba de marcharse.» Yo salí automáticamente...
No sé cómo llegué aquí, cómo me desnudaron; sé sólo
que la doncella me encontró desmayada en el tocador
y que, al despertar, el mundo me pareció otro, sin ob-