CERVANTES
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biles y cuyo más conmovedor specimen es San
Cristóbal vadeando el río con el Niño Jesús a
cuestas...
De este tipo de gigantes bonachones es Fer
nando López Martín; nacido para ser gladia
dor romano, con su testa de patricio, es sola
mente un buen muchacho, gran poeta, gran
camarada, cordial amigo y de quien se podría
decir lo que de sí mismo dice Antonio Ma
chado:
Es, en el buen sentido de la palabra, bueno.
Hace ya años conocí a López Martín; le creía
sólo un gimnasta, un atleta formidable. ¡Qué
sorpresa cuando supe que bajo aquel mozo mem
brudo y ágil vibraba un corazóndepoetal... Pu
blicó hace algún tiempo un libro decorado con
un bello título, Sinfonías bárbaras; que eran
todo lo contrario de la Castalia bárbara de Ri
cardo Jay mes Freyre, el gran escritor boliviano
cuyo libro fué de las primeras clarinadas del
modernismo en América. El libro de López
Martín es, por lo contrario, un libro viril y
recio, sin decadentismos blandengues; un libro
entonado con la tradición castellana.
Publicó años más tarde La rasa del Sol,
nueva colección poética donde se expansiona
ba más su personalidad. Escribió luego un dra
ma poético que algunos afortunados pudieron
leer y que yo no conozco; pero del cual tengo
las más escrupulosas y laudatorias referencias,
al punto de que pienso que, por decoro del arte
español y para estímulo del teatro poético que
es tan consustancial a la raza, mi excelente
amigo el dramaturgo D. Federico Oliver tiene
la estricta obligación, por el respeto que se