CERVANTES
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Armando, arrellanándose cómodamente en
una chaisse longue, se dispuso a leer con
detenimiento lo que el sagaz crítico decía de
su última novela.
De improviso algo hirió su retina y puso un
temblor en su corazón. Sobre el rico tapete
de raso blanqueaba un papel repleto de una
letra ancha, de rasgos viriles. Lo cogió y leyó
nerviosamente.
«Rosa:
Mi amor hacía ti quiero que sea rayo de
sol en tarde primaveral; soplo de brisa en día
de verano; encanto de cisne sobre lago azul;
clavel rojo entre flores mustias; hilo de oro
con el cual trenzara un misterio y un ensueño;
el misterio de tu cuerpo divino y el ensueño
de tus ojos encantados. Tú has puesto estro
fas de luz en el libro de versos sombríos de
mi destino. Quisiera hablarte en un lenguaje
tan sutil, tan vaporoso, que las frases conver
tidas en mariposas se fueran posando sobre
las ideas, y después en un gozo de luz se le
vantasen todas y agitasen la gloria de sus
alas en torno tuyo y se desvaneciesen en el