PROA
los héroes, Hércules da caza a todos los
monstruos. Entre los demonios, el Rey
del Infierno. Pintón, oprime toda's las
sombras. Mientras Heráclito ante todo
Uora. Nada sabe de nada Pirrón. V de
saberlo todo se glorifica Aristóteles. Des-
preciador de lo mundanal es Diogenes.
A nada de esto, yo, Agrippa, soy ajeno.
Desprecio, sé, no sé. persigo; río, tira
nizo, me quejo. Soy filósofo, dios, héroe,
demonio y el universo entero.
La atestiguación segunda lia saco del
Tercer Trozo de la Vida e Historia de
Torres Villaroel. Este sistematizador de
Quevedo, docto en estrellería, dueño y
señor de todas las palabras, avezado al
manejo de las más gritonas figuras, qui
so también definirse, y palpó su funda
mental incongruencia ; vió que era seme
jante a los otiros, vale decir, que no era
nadie,, o que era apenas una algarada
confusía, persistiendo en el tiempo y fa
tigándose en el espacio. Escribió así :
Yo tengo ira, miedo, piedad, alegría,
fristeza l codicia, largueza, furia, manse
dumbre' y todos los buenos y malos afec
tos y loables y reprehensibles ejercicios
que se puedan encontrar en todos los
hombres juntos o separados. Yo he pro
bado todos los vicios y todas las virtudes,
y en un mismo día me siento con incli
nación a llorar y a reir, a dar y a retener,
a holgar y a padecer, y siempre ignora
la causa y el impulso destas contrarieda
des. A esta alternativa de movimientos
contrarios, he oído llamar locura; y si lo
es, todos somos locos, grado más o me
nos, porque en todos he advertido esta
impensada y repetida alteración.
*
* *
El yo no existe. Allende toda posibi
lidad de sentenciosa tahurería, the toca
do con mi emoción ese desengaño en
mente despliegue de opiniones para las
pañero. Retornaba yo a Buenos Aires y
dejábale a él en Mallorca. Entrambos
comprendimos que salvo en esa cercanía
mentirosa o distinta que hay en las car
tas, no nos encontraríamos más. Acon
teció lo que acontece en tales momen
tos : Sabíamos que aquel adiós iba a so
bresalir en la memoria, y hasta hubo eta
pa en que intentamos adobarlo, con vehe
mente despliego de opiniones para las
añoranzas venideras. Lo actual iba al
canzando así todo el prestigio y toda la
indeterminación del pasado...
Pero encima de cualquier alarde egoís
ta, voceaba en mi pecho la voluntad de
mostrar por entero mi alma al amigo.
Hubiera querido desnudarme de ella y
dejarla allí palpitante. Seguimos conver
sando y discutiendo, al borde del adiós,
basta que de golpe, con una insospechada
firmeza de certidumbre, entendí ser nada
esa personalidad que solemos tasar con
tan incompatible exorbitancia. Ocurrió-
seme que nunca justificaría mi vida un
instante pleno, absoluto, cpntenedor de
los demás, que todos ellos serían etapas
provisorias, aniquiladoras del pasado y
encaradas a'l porvenir, y que fuera de lo
episódico, de lo presente, de lo circuns
tancial, no éramos nadie. Y abominé de
todo misteriosismo.
*
* *
El siglo pasado, en sus manifestacio
nes estéticas, fué raigalmente subjetivo.
Sus. escritores antes propendieron a pa
tentizar su personalidad que a levantar
una obra ; sentencia que también es apli
cable a quienes hoy, en turba caudalosa
y aplaudida, aprovechan los fáciles res
coldos de sus hogueras. Pero mi empeño
no está en fustigar a unos ni a otros,
sino en considerar la víacrucis por don
de se encaminan fatalmente los idóla
tras de su yo. Ya hemos visto que cual
quier estado de ánimo, por advenedizo
que sea, puede colmar nuestra atención ;
vale decir, puede formar, en su breve
plazo absoluto, nuestra esencialidad. Lo
cual, vertido al lenguaje de la literatura,
significa que procurar expresarse, y que
rer expresar la vida entera, son una sola
cosa y la misma. Afanosa y jadeante co
rrería entre el envión del tiempo y el
hombre, quien a semejanza de Aquiles
en la preclara adivinanza que formuló
Zenón de Elea, siempre se verá reza
gado ...
Whitman fué el primer Atlante que
intentó realizar esa ]>orfía y se echó el
mundo a cuestas. Creía que bastaba enu
merar los nombres de las cosas, para
(¡ue en seguida se tantéase lo únicas y
sorprendentes que son. Por eso. en sus
poemas, junto a mucha bella retórica, se
enristran gárrulas series de palabras, a
veces calcos de textos de Geografía o de
Historia, que inflaman enhiestos signos
de admiración, y remedan altísimos en
tusiasmos.
De Whitman acá, muchos se han en
redado en esa misma falacia. Han dicho
de esta suerte : «No ihe mortificado el
idioma en busca de agudezas imprevistas
o de maravillas verbales. No he urdido
ni una leve paradoja capaz de alborotar
vuestra charla o de chisporrotear por
vuestro laborioso silencio. Tampoco in
venté un cuento al derredor del cual
se apiñarán las largas atenciones como
en la recordación se apiñan muchas ho
ras inútiles al derredor de una hora en
que hubo amor. Nada de esto hice ni
determino hacer, y sin embargo quiero
perdurar en la fama. Mi justificación
es la que sigue: Yo soy un hombre ató
nito de la abundancia del mundo: yo
atestiguo la unicidad de las cosas. Al
igual de los más preclaros varones, mi
vida está ubicada en el espacio, y las
campanadas de los relojes unánimes ja
lonan mi duración por el tiempo. Las pa
labras que empleo no son resabios de
aventadas lecturas, sino señales que sig
nan lo que he sentido o contemplado. Si
alguna vez menté la aurora, no fué por
seguir la corriente fácil del uso. Os pue
do asegurar que sé lo que es la Aurora :
he visto, con alborozo premeditado, esa
explosión, que ahueca el fondo de las
calles amotina los arrabales del mundo,
(humilla las estrellas y ensancha en mu
chas leguas el cielo. Sé también lo que
son un jacarandá, una estatua, un pra
do, una cornisa... Soy semejante a to
dos los demás. Esa es mi jactancia y
mi gloria. Poco importa que la haya pro
clamado en versos ruines o en prosa ma
zorral».
Lo mismo, con más habilidad y ma
yor maestría, afinmlan los pintores. ¿Qué
es la pintura de hoy, — la de Picasso y
sus alumnos, — sino la verificación ab
sorta de la preciosa unicidad de un rey
de espadas, de un quicial, o de un ta
blero de ajedrez? La egolatría román
tica y el vocinglero individualismo van
así desbaratando las artes. Gracias a Dios
(¡ue el prolijo examen de minucias es
pirituales que estos imponen al artista,
le hacen volver a esa eterna derechura
clásica que es la creación. En un libro
como «Greguerías» ambas tendencias en
tremezclan sus aguas e ignoramos al leer
lo si lo que imanta nuestro interés con
fuerza tan única, es una realidad copia
da o es pura forja intelectual.
*
* ' *
El yo no existe. Schopenhauer que
parece arrimarse muchas veces a esa opi
nión. la desmiente tácitamente otras tan
tos, no sé si adrede o si forzado a ello
por esa basta y zafia metafísica — o
más bien ametafísica, — que acecha en
los principios mismos del lenguaje. Em
pero, y pese a tal disparidad, hay un lu
gar en su obra que a semejlanza de una
brusca y eficaz lumbrerada, ilumina la
alterríativa. Traslado el tal lugar que,
castellanizado, dice así :
Un tiempo infinito ha precedido a mi
nacimiento ; ¿qué fui yo mientras tanto?
Mctafísicamcnte podría quizá contestar
me: Yo siempre fui yo; es decir, todos
aquellos que dijeron yo durante esc tfem-
po, fueron yo en hecho de verdad.
*
* *
La realidad no ha menester que la
apuntalen otras realidades. No hay en
los árboles divinidades ocultas, ni una
inagarrable cosa en sí detrás de las apa
riencias, ni un yo mitológico que ordena
nuestras acciones. La vida es apariencia
verdadera. No engañan los sentidos, en
gaña el entendimiento, que dijo Goethe :
sentencia que podemos comparar con es
te verso de Macedonio Fernández :
La realidad trabaja en abierto misterio.
Jorge Luis BORGES
DESPEREZO EN BLANCO
En aquellos tiempos pasados tan le
janos que no existía nadie, pues nadie
se animaba a existidos por lo muy soli
tarios que eran para toda la gente, y
además, no se podía pasar ningún rato
en ellos parque carecían de presente en
el cual todos los ratos están contenidos
y otro además, pues como estaban per
didos en la «noche de los tiempos» no
se veía donde estaban : lo que impidió
alojarse en ellos, todo lo cual lo sabe
mos por la Paleontología — tan conoce
dora del pasado como ignorantes nos
otros del presente, — en aquellos tiem
pos que las personas más ejercitiadas en
la vejez recuerdan olvidar, nuestros pies
eran callos y el hombre inteligente les
dió un amparo que no necesitaban, ro
deándolos exteriormente de botines por
la parte de afuera, de modo que esos
pies quedaran adentro, acomodo que
nunca habían conocido, pues hasta en
tonces habían pertenecido al mundo ex
terior y no sabían lo que era ser ellos
una cosa de adentro de nada; por el