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PROA N° 1. Edición facsimilar | 27
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La vela, escuálido monje blanco, surte la llama. La llama apunta
al zénit en inquieta elevación. Alma que ora, prendida a un cuerpo.
La luz mantiene mis ojos ligadoB a la vida y la vida es mi pensar
que en la soledad mueve cosas pesadas con sus hombros fuertes.
El reloj ha dicho las diez y todo en torno es sueño que respira
en la brisa y el cantar de los grillos.
El campo se ha arropado en las húmedas sábanas de una bruma
extática. Y una gran fiebre hace divagar las luciérnagas.
Soledad.
Un ruido de la noche hace su remanso de miedo en mi ignorancia.
Nadie ha oído si no yo.
El día, áureo de sol y fuerte de olores a viento libre, ha cansado
los cuerpos humanos que yacen lavados por el descanso. En el espacio
de leguas, leguas y leguas, tal vez ninguna otra alma humana tenga
encendida su vela.
Soledad.
Yo quiero ese inmenso espacio de silencio que me agranda
haciéndome pensar la noche.
RICARDO GÜIRALDES.
La Porteña, 1921.