ESTETICA VIVA
os artistas de hoy, contemplando las grandes obras de la inge-
1—* niera moderna, han sentido la nostalgia punzante de la vida
activa. Esos formidables esqueletos de hierro que parecen contemplar
en la noche la sombra de sus antepasadas torres babilónicas, realizan
para el creador todo su sueño. La estética corre por su rígida nerva-
tura con la agilidad tranquila de la medida y del cálculo. En esa
fuga de líneas y de ángulos, en la cual la circunferencia imprecisa
sólo vive el instante fugaz de una moldura, la sensación de la carne
frente a lo gigantesco coincide en absoluto con la emoción de
humanidad que persigue el arte. El mar y la montaña son subli
mes, pero no lo son en sí mismos, sino en nosotros. Ellos nos son
hostiles, y siempre temblará el hombre sobre la ola o sobre la cumbre.
Recién cuando los monstruos han sido aprisionados en el cuadro,
el poema o la sinfonía, nos situamos ante ellos en actitud estética,
y la emoción que entonces se experimenta podría llamarse especu
lativa, o emoción pura, puesto que en ella es más lo conceptual que
lo intuitivo, en lenguaje crociano, todo desde el punto de vista del
sujeto que contempla. Las grandes obras modernas por el contrario,
encierran la sublimidad en sí mismas. Ante ellas el hombre se siente
más seguro, y penetra en sus grandes arcos, con la emoción clara
que sólo ante el cuadro del mar y no frente al mar mismo, hinche
su corazón. El mar es el miedo, y el miedo está por debajo de lo
estético. La gran obra, es la confianza, es el optimismo, es la vitali
dad, y éstos son elementos vivientes de belleza. La estética del mar