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un vaso vacío, una jarra llena y “Zébieo”, agorero pajarraco de
bronce, mascota de la casa.
Se sabe lo que son esos ambientes y lo que hay en ellos de cu
riosidad, de admiración, de simple Epicurismo y de vanidad.
Hay presentaciones, reverencias a “cher maitre”, cortos plei
tos por lugares de preferencia, preguntas ansiosas en voz baja, es
peras tranquilas...
La sala está archillena. Los que quedaron sin asiento llenan a
disgusto el ingrato rol de Cariátides en las puertas.
Vemos gente de frac, de melena y traje único, de capa...
A la hora indicada aparece Romains.
Como al Schá de Persia, me gusta más que la ópera el momen
to en que los instrumentos afinan desafinando.
Empezando el concierto, el combate de box, la conferencia o la
prueba mortal, el público clasifica sogiin su opinión. La cosa vale
diez, o dos, o siete, o cuatro. Antes es lo desconocido; la espera nos
pone en estado de fe.
Con Romains el físico tiene importancia. No son los rasgos
de todo el mundo ni el arreglo de los demás. Los rasgos nos suje
tan en una nitidez demasiado franca. El arreglo nos hace pensar
en una sencillez querida y es muy neta la línea que corta el pelo a
media frente, suprarayando la expresión ascética.
Romains sonríe antes de empezar la lectura. Los ojos de acero
se achatan como gatos acariciados, una poderosa simpatía humana
va hacia todos, y me parece que el público está grato de que algo
tan fuerte pueda ser bueno.
Romains lee. Son pasajes de “Les Copains’’ y “La mort de
Quelqu’un’’. Los conozco ya como también conozco “La vie Una
nime’’, “Europe”, “Puissances de Paris”, “Le Bourg Régénéré”
y “Sur Les Quais de La Villete”.
Los fragmentos elegidos son de los que prefiero.
La voz es clara y convincente. Cada palabra es puesta en nos
otros con su valor justo, tanto así que no nos es necesario pensar.