MENDEZ
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E V A R
LOS ROSALES
Había no hace mucho en el distante y ralo poblacho cuyas ca
sas se diseminan entre los boscajes, los arroyos, las lomas y las vi
ñas, cuatro espigadas viejas, solteras, en la casa de los rosales, la es
condida casa de las rosas silvestres... Vivían sólo del escaso me
dro que daban los frutos de su hueito en verano; y eran sabias en
mil pequeñas industrias campesinas. Muy niño era yo el mimado
de las cuatro buenas viejas; colmábanme del cariño de que estaba
repleta su alma pura, acrisolada en su soledad de señoritas ancia
nas.
Pué muriendo una a una en medio de las rosas que florecían
en toda la casa desde el cerco a la huerta, dejando a sus hermanas
el cuidado de la miel cristalina de sus colmenares, del arrope de sus
uvas rosadas, de la cosecha de sus nueces y guindas que apasiona
ban mi gula infantil.
Y la última sobre un mulo tardo de tal mansedumbre como si
descendiera del asno de Cristo, va la dulce y buena vieja crepus
cular y sola por los campos en cuyo ámbito resuena casi placentera,
desde la distante capilla aldeana, la campana del Angelus y, devo
ta, con unción se santigua.
MUSICA PROHIBIDA
Juro por la ceniza de mis penates que no hay placer más gran
de que castigar a una querida caprichosa. ¡Qué placer abofetearle
el rostro! ¡Qué alegría llenarle el cuerpo de morados cardenales!
Juro por la ceniza de mis penates que no hay dicha mayor que
azotar a la mujer querida, a la caprichosa queridita, blanca y frá
gil víbora tan cruel y tan adorada, que tiene siempre las uñas lis
tas para arañarnos el corazón.