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Seguimos unos años en estado de ignorancia respecto a lo nuevo.
Después... Después la cosa siniestra. Todo era carne rota y
la inquietud del momento nos mordía en los garrones para que m
miráramos adelante. Nuestra espera ante la guerra era demasiado
vasta para poderla combatir con autoconcentraciones.
En mil novecientos diecinueve, un amigo que volvía de Europa
puso entre mis manos un grueso volumen de tapas claras con este ex
traño titulo: «A. O. Barnabooth. Ses Oeuvres Completes. C’est-a-dire:
Un Conte, ses Pœsies et son Journal Intime».
El cuento me convenció del extraordinario talento die Valeri«
Larbaud. Los versos me parecieron únicos desde Laforgue, del que
encontraba un recuerdo por la intensidad sensitiva y la burla de sus
excesos líricos aumentado de un robusto humor. El diario me intro
ducía en las intimidades del más variadamente millonario de los ht*«-
bres: Extraña feria de todas las grandezas y baratijas del sentir
humano.
Aquello era la sintesis del hombre de nuestra época, con su ideo
logía. su lirismo, su sensualidad, su ambiente...
Archie era nuestro Quijote.
La lanza de hoy es una bolsa de oro y la locura el ser poeta. Fa-
2añas so», el meterse con editares y arriesgadas aventuras eso de bucear
erf el alma de las mujeres.
El Quijote de entonces, hijo de andantes caballeros visionarios,
vió Dulcineas en sus yeguarizas Maritornes. El de hoy, nutrido e»
Darwin, Lombroso y Marx, ve barbarismos en su vajidos líricosí.
Pobre heredero del siglo del cheque, de la tripa, del protoplasma, de
& frenología y la igualdad, nuestros representante tiene menos ampu
losos discursos sobre el amar, la nobleza y el encumbrameinto que
su antepasado; pero posee una inmaculada sed de vivir su oro, com«
km otros sus títulos labrados en sangre y una desesperada inquetud
de urgarse lo más sensible del ya, para hacerlo llorar lo mejor de sí
mismo.
Larbaud, procedía con su héroe como un combatiente que des-