Full text: 21.1912,1.Aug.=Nr. 495, Repr. 1977 (1912049500)

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EL COJO ILUSTRADO 
PROSAS COTIDIANAS 
CIUDAD AFUERA 
I F.jos de la urbe con su apeñuscamiento 
L de casas, con sus redes de alambres 
telefónicos, y su agitación de monstruo 
domesticado; como con pretensiones a 
un dominio independiente, a una vida 
autónoma, divísase el pringoso caserío, 
cuyas casucas desacordes, edificadas sin 
orden simétrico, a no ser porque nues 
tros ojos están habituados a verlas en 
esa alterna construcción tan usada en ca 
si todos los edificios, parecerían tiendas 
de tribus nómadas. 
Una que otra vez, la angustiante tris 
teza del caserío, cuando el sol poniente 
lo exorna con fugaces arabescos y alca 
tifas de oro, es turbada por el vibrante 
silbido del tren que pasa por enfrente, 
veloz, como un boa gigantesco que ver 
tiginosamente se arrastrara dando fati 
gosos resoplidos y empañando la sere 
nidad vespertina con sus manchones de 
humo. 
Las paredes de las míseras casas, con 
sus pinturas chillonas, sus exiguos jalbe 
gues y sus desconchaduras, sugieren la 
visión de enormes úlceras mal cauteriza 
das; también en las partes lisas resal 
tan, pintadas con carbón por los gra 
nujas desarrapados y astrosos, figuras y 
palabras obscenas. Sobre esas paredes, 
a veces, como un tul primoroso que cu 
briera una desvergüenza, pone su gra 
cia abrileña una de esas enredaderas 
de flores de escarlata como bocas sen 
suales. 
Tras las ventanas de las casas, a ma 
nera de espectros huraños, con las ma 
nos asidas a los herrumbrosos balaustres, 
asoman las mujeres sus rostros terrosos, 
amarillentos como de palúdicos, cuyos 
ojos circuidos de amoratados cercos re 
velan los limazos del insomnio, las fatigas 
de las labores que imprimen en el cuer 
po humano su huella homicida. Su piel 
mate, cobriza, bajo la cual la sangre 
circula perezosa y clorótica, dice de la 
mentables privaciones, del letal estrangu- 
lamientoque la miseria ocasiona con sus 
garfios; y dentro de su infecto cautive 
rio aseméjanse a fieras condenadas a 
morir en una agonía lenta bajo el sun 
tuoso palio de los oros solares. 
A veces, de tarde en tarde, cuando 
sobre el dombo turquí de los cielos el 
crepúsculo desparrama la versicolor ma 
ravilla de sus tonos, y da un aspecto de 
trágicas decoraciones a las nubes remo 
tas', delante de una casa vetusta que, 
entre las otras que la enmarcan asume 
prestancia de casona solariega; con los 
brazos en cruz apoyados sobre las pier 
nas, en actitud resignada, como si 
aguardase que se agitara sobre su frente 
la fatalidad, un hombre clava sus ojos 
interrogadores allá, donde se destaca la 
urbe con su agitación de monstruo do 
mesticado. 
Lacios cabellos que cubre un roído 
sombrero, descienden hasta sus hombros 
algo encorvados. Su frente socrática y 
sus grandes ojos de mirar vacilante y 
vago como los de un afásico, denuncian 
la impotente agitación de su pensamien 
to debatido en un proteiforme tumulto 
de suposiciones tenebrosas. Mientras 
más los abre como si quisiera recoger 
de una sola vez en sus retinas la pro 
yección de vida que exteriormente se 
agolpa en ellos, más resalta la incons 
ciencia de que están poseídos. 
¿En qué piensa? ¿Es acaso uno de 
esos seres que, tocado tempranamente de 
un desconsolador pesimismo, después 
de haber derribado el alcázar de las 
ilusiones, de los sueños, de todas esas ba 
nalidades que son acaso las que sirven 
de sólido basamento a una existencia, 
se refugia, como un anacoreta en su 
celda, en aquel caserío sobre el cual 
flota la murria como una telaraña in 
visible? ¿0 es que, atiborrado de orgu 
llo, sintiéndose superior entre tanta gen 
tuza que lo rodea, a quien a diario tie 
ne que tratar, sueña con el advenimien 
to de un cacicazgo? 
Sus ojos permanecen enclavados allá, 
donde en heteróclito laberinto se entre 
cruzan hombres y bestias. Pero siem 
pre vidriados y llenos de asombro co 
mo los de algunos dementes, parecen 
adheridos al borde de los párpados. 
Ojos inconscientes que ven sin ver, co 
mo hipnotizados, como aquellos recon 
centrados en un miraje interior; como 
los de los ciegos de los cuales ha huido 
la luz para siempre. 
JUAN DUZAN. 
EL SEKMON DE LA VIDA 
M ejor hubiera sido no escuchar aque 
lla voz misteriosa surgida de un 
vasto antro de eternidad. Voz terrible, 
de sonidos ásperos y vibrantes, que se 
distiende por el espacio del espíritu eu 
alas de una sonoridad desconocida, suer 
te de viento maldito que va regando al 
pasar en el surco de las amables igno 
rancias, semillas de un dolor eternal, 
insólito y cruel. 
Aquella voz fué como una nnísiea: 
primero lívida y augusta en las católi 
cas paradojas de Kempis; luégo severa, 
fría y angustiosa en la lengua del so 
litario San Ignacio de Loyola, después 
la he oído con toda su hermosura do 
lorosa de ritmo lóbrego, en el oro ar 
gentino de las palabras que dijo el Ecle- 
siastés, hijo de David, Rey de Jerusa 
lem. 
En el pórtico de este accidente del 
tiempo, mirando hacia atrás con el re 
cuerdo; en presencia de todos los de 
sastres que agobian al hombre mutilán 
dolo, empequeñeciéndolo, cubriéndolo 
de vileza y de terror, clamo con una 
ronca voz "todo de melancolía y de es 
cepticismo: amargura, ¿por qué no te 
has ido, por qué no te vas? ¿Por qué 
permaneces hierática, inmutable con un 
gesto de tragedia y con la fiera garra 
suspendida sobre todos los corazones? 
V mi voz se pierde en el desierto de 
la vida y la amargura no responde, por 
que ella es la esfinge eterna, amena 
zante y ruda. 
Pero como si surgiera de las fecun 
das entrañas de la tierra o como si des 
cendiera de las mansiones celestes, otra 
voz como repetida por cien trompetas 
de plata, se deja oír amplia y robusta, 
anunciando bienaventuranzas de fuerza 
y de salud. 
La voz dice: 
Hombres: la fuerza es el pórtico de 
la dicha. 
La salud es hija de la fuerza. 
No creáis, hombres, si queréis ser 
fuertes y dichosos. 
Todas las creencias son malsanas. 
Tomad el ejemplo de las cosas y de 
las plantas. 
¿Piensan acaso las montañas? ¿Creen 
las montañas que ellas nacieron del caos 
o que fueron hechas por Dios? 
¿Habéis oído alguna vez, hombres in 
sensatos, que el esbelto lirio de los va 
lles o la opulenta rosa de los jardines 
o la humilde florecilla silvestre, discu 
rran sobre si ellas son las maravillas 
del Universo? 
Hombres: mirad el sol y la luna; mi 
rad los astros; mirad los árboles cor 
pulentos; mirad por un instante con los 
ojos del espíritu todas las prodigiosas 
obras de la eterna naturaleza y fijaos: 
cada una de esas obras es una letra del 
libro que no sabéis leer. 
Si leyerais en ese libro poseeríais la 
verdad y ésta es también hija de la 
fuerza. 
Hombres: caminad por los anchos ca 
minos y abandonad las veredas; no ace 
chéis en las encrucijadas y aprended a 
leer y a pensar. 
Asi seréis fuertes y dichosos, poique 
no creéis; y vuestro corazón dejará 
de ser pasto de los gusanos del terror 
y de él volarán las mariposillas de las 
falsas esperanzas. 
De pronto cesó de vibrar la voz. 
Se hizo un inmenso silencio. Silencio 
muy propicio para meditar en la des 
gracia inconmensurable del hombre, del 
pobre y miserable hombre que no sabe 
leer, que no sabe pensar, que no po 
see la fuerza de la dicha ni la dicha 
de la fuerza, y que sin embargo se 
cree el rey de la creación porque esta 
hidrópico de creencias y de supersti 
ciones. 
luis YKPEZ.
	        
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