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EL COJO ILUSTRADO
PROSAS COTIDIANAS
CIUDAD AFUERA
I F.jos de la urbe con su apeñuscamiento
L de casas, con sus redes de alambres
telefónicos, y su agitación de monstruo
domesticado; como con pretensiones a
un dominio independiente, a una vida
autónoma, divísase el pringoso caserío,
cuyas casucas desacordes, edificadas sin
orden simétrico, a no ser porque nues
tros ojos están habituados a verlas en
esa alterna construcción tan usada en ca
si todos los edificios, parecerían tiendas
de tribus nómadas.
Una que otra vez, la angustiante tris
teza del caserío, cuando el sol poniente
lo exorna con fugaces arabescos y alca
tifas de oro, es turbada por el vibrante
silbido del tren que pasa por enfrente,
veloz, como un boa gigantesco que ver
tiginosamente se arrastrara dando fati
gosos resoplidos y empañando la sere
nidad vespertina con sus manchones de
humo.
Las paredes de las míseras casas, con
sus pinturas chillonas, sus exiguos jalbe
gues y sus desconchaduras, sugieren la
visión de enormes úlceras mal cauteriza
das; también en las partes lisas resal
tan, pintadas con carbón por los gra
nujas desarrapados y astrosos, figuras y
palabras obscenas. Sobre esas paredes,
a veces, como un tul primoroso que cu
briera una desvergüenza, pone su gra
cia abrileña una de esas enredaderas
de flores de escarlata como bocas sen
suales.
Tras las ventanas de las casas, a ma
nera de espectros huraños, con las ma
nos asidas a los herrumbrosos balaustres,
asoman las mujeres sus rostros terrosos,
amarillentos como de palúdicos, cuyos
ojos circuidos de amoratados cercos re
velan los limazos del insomnio, las fatigas
de las labores que imprimen en el cuer
po humano su huella homicida. Su piel
mate, cobriza, bajo la cual la sangre
circula perezosa y clorótica, dice de la
mentables privaciones, del letal estrangu-
lamientoque la miseria ocasiona con sus
garfios; y dentro de su infecto cautive
rio aseméjanse a fieras condenadas a
morir en una agonía lenta bajo el sun
tuoso palio de los oros solares.
A veces, de tarde en tarde, cuando
sobre el dombo turquí de los cielos el
crepúsculo desparrama la versicolor ma
ravilla de sus tonos, y da un aspecto de
trágicas decoraciones a las nubes remo
tas', delante de una casa vetusta que,
entre las otras que la enmarcan asume
prestancia de casona solariega; con los
brazos en cruz apoyados sobre las pier
nas, en actitud resignada, como si
aguardase que se agitara sobre su frente
la fatalidad, un hombre clava sus ojos
interrogadores allá, donde se destaca la
urbe con su agitación de monstruo do
mesticado.
Lacios cabellos que cubre un roído
sombrero, descienden hasta sus hombros
algo encorvados. Su frente socrática y
sus grandes ojos de mirar vacilante y
vago como los de un afásico, denuncian
la impotente agitación de su pensamien
to debatido en un proteiforme tumulto
de suposiciones tenebrosas. Mientras
más los abre como si quisiera recoger
de una sola vez en sus retinas la pro
yección de vida que exteriormente se
agolpa en ellos, más resalta la incons
ciencia de que están poseídos.
¿En qué piensa? ¿Es acaso uno de
esos seres que, tocado tempranamente de
un desconsolador pesimismo, después
de haber derribado el alcázar de las
ilusiones, de los sueños, de todas esas ba
nalidades que son acaso las que sirven
de sólido basamento a una existencia,
se refugia, como un anacoreta en su
celda, en aquel caserío sobre el cual
flota la murria como una telaraña in
visible? ¿0 es que, atiborrado de orgu
llo, sintiéndose superior entre tanta gen
tuza que lo rodea, a quien a diario tie
ne que tratar, sueña con el advenimien
to de un cacicazgo?
Sus ojos permanecen enclavados allá,
donde en heteróclito laberinto se entre
cruzan hombres y bestias. Pero siem
pre vidriados y llenos de asombro co
mo los de algunos dementes, parecen
adheridos al borde de los párpados.
Ojos inconscientes que ven sin ver, co
mo hipnotizados, como aquellos recon
centrados en un miraje interior; como
los de los ciegos de los cuales ha huido
la luz para siempre.
JUAN DUZAN.
EL SEKMON DE LA VIDA
M ejor hubiera sido no escuchar aque
lla voz misteriosa surgida de un
vasto antro de eternidad. Voz terrible,
de sonidos ásperos y vibrantes, que se
distiende por el espacio del espíritu eu
alas de una sonoridad desconocida, suer
te de viento maldito que va regando al
pasar en el surco de las amables igno
rancias, semillas de un dolor eternal,
insólito y cruel.
Aquella voz fué como una nnísiea:
primero lívida y augusta en las católi
cas paradojas de Kempis; luégo severa,
fría y angustiosa en la lengua del so
litario San Ignacio de Loyola, después
la he oído con toda su hermosura do
lorosa de ritmo lóbrego, en el oro ar
gentino de las palabras que dijo el Ecle-
siastés, hijo de David, Rey de Jerusa
lem.
En el pórtico de este accidente del
tiempo, mirando hacia atrás con el re
cuerdo; en presencia de todos los de
sastres que agobian al hombre mutilán
dolo, empequeñeciéndolo, cubriéndolo
de vileza y de terror, clamo con una
ronca voz "todo de melancolía y de es
cepticismo: amargura, ¿por qué no te
has ido, por qué no te vas? ¿Por qué
permaneces hierática, inmutable con un
gesto de tragedia y con la fiera garra
suspendida sobre todos los corazones?
V mi voz se pierde en el desierto de
la vida y la amargura no responde, por
que ella es la esfinge eterna, amena
zante y ruda.
Pero como si surgiera de las fecun
das entrañas de la tierra o como si des
cendiera de las mansiones celestes, otra
voz como repetida por cien trompetas
de plata, se deja oír amplia y robusta,
anunciando bienaventuranzas de fuerza
y de salud.
La voz dice:
Hombres: la fuerza es el pórtico de
la dicha.
La salud es hija de la fuerza.
No creáis, hombres, si queréis ser
fuertes y dichosos.
Todas las creencias son malsanas.
Tomad el ejemplo de las cosas y de
las plantas.
¿Piensan acaso las montañas? ¿Creen
las montañas que ellas nacieron del caos
o que fueron hechas por Dios?
¿Habéis oído alguna vez, hombres in
sensatos, que el esbelto lirio de los va
lles o la opulenta rosa de los jardines
o la humilde florecilla silvestre, discu
rran sobre si ellas son las maravillas
del Universo?
Hombres: mirad el sol y la luna; mi
rad los astros; mirad los árboles cor
pulentos; mirad por un instante con los
ojos del espíritu todas las prodigiosas
obras de la eterna naturaleza y fijaos:
cada una de esas obras es una letra del
libro que no sabéis leer.
Si leyerais en ese libro poseeríais la
verdad y ésta es también hija de la
fuerza.
Hombres: caminad por los anchos ca
minos y abandonad las veredas; no ace
chéis en las encrucijadas y aprended a
leer y a pensar.
Asi seréis fuertes y dichosos, poique
no creéis; y vuestro corazón dejará
de ser pasto de los gusanos del terror
y de él volarán las mariposillas de las
falsas esperanzas.
De pronto cesó de vibrar la voz.
Se hizo un inmenso silencio. Silencio
muy propicio para meditar en la des
gracia inconmensurable del hombre, del
pobre y miserable hombre que no sabe
leer, que no sabe pensar, que no po
see la fuerza de la dicha ni la dicha
de la fuerza, y que sin embargo se
cree el rey de la creación porque esta
hidrópico de creencias y de supersti
ciones.
luis YKPEZ.