Full text: 21.1912,1.Aug.=Nr. 495, Repr. 1977 (1912049500)

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EL COJO ILUSTRADO 
de trabajo, energías ignoradas, el europeo 
mediano no lo sospecha. 
Aun cuando conociese todas esas fuerzas 
y virtudes, no se impresionaría, ni profesaría 
más respeto a esas pobres razas, que sólo 
lo divierten. Cuando una civilización se 
abandona toda al materialismo, y extrae 
de él, como la nuestra, todos sus goces y 
todas sus glorias, tiende siempre a juzgar 
las civilizaciones extrañas según la abun 
dancia o la escasez del progreso material, 
industrial y suntuario. Pekín no tiene luz 
eléctrica en los comercios: luego, Pekín de 
be ser una ciudad inculta. 
Aquel locuaz personaje de Edmundo About, 
que despreciaba profundamente a los árabes, 
porque «los desgraciados aún ni siquiera 
poseían cafés-conciertos», representa, en ca 
ricatura, al europeo mediano juzgando las 
civilizaciones asiáticas. Millares, si no mi 
llones de europeos aún no creen verdadera 
mente que los romanos y los griegos fue 
sen pueblos civilizados, puesto que no co 
nocían la máquina de vapor, ni la máquina 
de coser, ni el piano, ni otras grandezas 
de nuestro grande tiempo. 
Por eso damos a esta guerra del Japón 
y China una atención vaga y sonriente. 
Es apenas una gruesa y ruda gresca entre 
dos países bárbaros, uno de los cuales no 
es menos bárbaro que el otro por andar dis 
frazado con uniformes y armas de Europa. 
Pretenden algunos visionarios, de esos que 
gustan de profetizar sombríamente, que un 
día esos centenares de millones de bárba 
ros, provistos del formidable material de 
nuestra civilización, caerán sobre nosotros, 
asolarán a Europa... Ea idea hace sonreír; 
y todo europeo, mirando en torno de sí su 
fuerza, su riqueza, las innumerables inven 
ciones del saber, tánta máquina, y la na 
turaleza domesticada y trabajando a su or 
den, sonríe regaladamente. 
Así otrora el galo-romano, en su linda 
vivienda de campo, reposando con un docto 
pergamino sobre la rodilla bajo los frescos 
pórticos de mármol, o paseando en su huer 
to entre el acanto y los rosales entrelaza 
dos a los bustos de los dioses y de los filó 
sofos, sonreía cuando le contaban de las 
hordas salvajes, francos o godos, que ha 
bían atacado una vieja legión romana, lejos, 
en la tierra de los pantanos y de las bru 
mas. . . Qué podían importar esas gentes bes 
tiales? No era la Galia, no era toda Italia 
una maravilla de fuerza, de riqueza, con 
tánta máquina de guerra, con tan fuertes 
invenciones del saber?... Después, una ma 
ñana, el godo o el franco aparecía, montado 
en un potro violento, armado de un simple 
chuzo; y del galo-romano, de los pórticos 
de mármol, del quieto jardín lleno de rosas, 
de los filósofos y de todas las invenciones 
del saber, sólo quedaba un poco de sangre 
y de polvo. 
El motivo por el cual se están batiendo 
chinos y japoneses no es lo que particular 
mente nos interesa. Ambos quieren dominar 
en el Reino de la Serenidad Matutina. Eos 
chinos, porque ese dominio es para ellos 
una tradición secular. Eos japoneses, porque 
recelan (según dicen sus diplomáticos.) que 
Rusia, a través de la debilidad o de la con 
descendencia interesada de China, se ex 
tienda por la Corea, ocupe alguno de sus 
puertos fronteros al Japón (como Fuzan), 
domine por tanto en el mar del Japón 
que los japoneses consideran suyo, y lle 
gue, si no a amenazar la independencia 
japonesa, a perjudicar su desenvolvimiento 
comercial-•• Pero todo eso es una cuestión 
de remota política asiática. Eo que ardien 
temente debe preocuparnos, a nosotros los 
europeos, y aun a vosotros los americanos, 
son las consecuencias de la guerra, sobre 
todo las consecuencias de una derrota de 
China, de una buena derrota, bien ruidosa 
y humillante, que penetre hasta el mandari- 
nato, hasta el inaccesible orgullo de la 
dinastía manchú. Si fuese el Japón el des 
baratado no habría causa de inquietudes 
para nuestro mundo occidental. Sería ape 
nas un pueblo ligero y atrevido que llevaba 
una tunda. China victoriosa sería China 
readormecida. China vencida, es Europa 
amenazada. 
China es un pueblo de cuatrocientos millo 
nes de hombres (casi un tercio de la hu 
manidad!), todos en extremo inteligentes, 
de una actividad hormigosa, de una per 
sistencia de propósitos y una tenacidad sólo 
comparable a la de los bull-dogs, de una 
sobriedad cuasi ascética, y con increíble ca 
pacidad para emprender y sufrir. Los eu 
ropeos que habitan en China o la visitan 
agregan que los chinos son, además de eso, 
muy falsos, muy embusteros, muy cobar 
des, muy ladrones y muy sucios. Pero es 
tos europeos, verdaderamente, de China 
sólo conocen la orla marítima, los puertos 
abiertos al comercio de Europa, «las con 
cesiones», Hong-kong y Shan-gai. Y en 
estos puertos sólo conocen materialmente 
aquella plebe china, iletrada y grosera, que 
se emplea en los oficios inferiores de bar 
quero, cargador, criado, mandadero, vende 
dor ambulante, etc. Ahora bien, valorar 
por esta baja gentuza toda la sociedad chi 
na es como juzgar a Francia por los andra 
josos que hierven en los muelles de Mar 
sella, o criticar el Brasil y su educación, 
y su cultura, y su fuerza social, por la 
gente baja que carga y descarga fardos en 
tre los muelles y los almacenes. Viajeros 
que se han alongado hacia el centro de 
China, y observaron algunos modales y cos 
tumbres de las clases cultas, y atisbaron 
aquí y allá, a través de las rendijas de 
puertas, un poco de la vida íntima, de la 
familia, de las ideas, de las creencias, pue 
den ser contados en las puntas de los de 
dos. Eos mismos residentes extranjeros de 
Pekín, que forman el personal de las lega 
ciones, no penetran en la sociedad china, 
viven enclaustrados dentro de los muros de 
las Residencias, como los antiguos judíos 
en los Ghetos, y sólo se familiarizan con 
los aspectos exteriores, calles, tiendas, fa 
chadas de templos y transitar de multitu 
des. Sólo uno de esos residentes había pro 
fundizado la China. Era un secretario de 
la legación inglesa, que hablaba con per 
fección el chino, no sólo el idioma^popular, 
sino el lenguaje mandarino y clásico, y 
que se dejara crecer una enorme trenza. 
Durante treinta años, todas las noches, este 
hombre absolutamente achinado vestía su ca- 
baza de seda, se soltaba la trenza, tomaba 
un abanico e iba a pasar algunas horas 
amables con las familias nobles de Pekín. 
Ese realmente conoció la China; pero, tor 
nado chino y por tanto discreto no escribió 
sus impresiones, y murió. 
Recientemente algunos empleados europeos 
del gobierno chino, como los ingenieros y 
profesores del arsenal de Fou-Tchou, han 
entrado suficientemente en la vida del mun 
do chino. Y todos ellos vuelven contando 
una China muy diferente de la de los 
touristes que desembarcan una mañana en 
el muelle de Shan-gai, y a la noche es 
tán avaluando la civilización sesenta veces 
secular de un pueblo de cuatrocientos mi 
llones de hombres por lo que observaran 
de soez, de sucio, de grotesco y de bella 
co en el coolie que les cargó la maleta 
para el hotel. Los que así se internan por 
China vienen en realidad maravillados: y 
habiendo ido para enseñar a los obreros 
chinos a construir ametralladoras, confiesan 
que aprendieron, en convivencia con la bur 
guesía culta y letrada, lecciones de con 
ducta, de orden, de respeto filial, de pro 
funda unión doméstica, de inteligente eco 
nomía, de trabajo metódico, de subordina- 
ción, de pureza, de celo moral y de toda 
suerte de virtudes íntimas, que garantizan 
mejor la grandeza, estabilidad y ventura de 
una nación que el arte más sutil en fa 
bricar obuses y maniobrar torpederos. 
Sólo se quejan de la falta de higiene 
municipal y de la inmundicia de las calles 
— que sobre todo en las provincias (aun en 
Cantón y Pekín) son casi tan mal barri 
das, y tan abundantes en lodo, como las 
de este París ha cincuenta o sesenta años, 
cuando ya papá Hugo le llamaba la «ciu 
dad radiante» alma del mundo, y toda Eu 
ropa le imitaba, más que hoy, los modos, 
las modas, las gracias y los vicios. 
Pero que los chinos tengan sólo defec 
tos o sólo cualidades, lo cierto es que arre 
glaron a su modo una civilización que po 
see sin duda una fuerza prodigiosa, puesto 
que ha sobrevivido a todas las formas de ci 
vilizaciones creadas por el genio de la raza 
aria: y que seguramente posee también una 
gran dulzura, porque el tema invariable y 
secular de la literatura china, desde las 
máximas de los filósofos hasta las cancio 
nes de los líricos, es celebrar la inefable e 
incomparable felicidad de ser chino, de vi 
vir en China! 
Con efecto, de todo ha habido en China, 
durante estos últimos diez mil años trans 
curridos, excepto un pesimista. Dentro de 
esa civilización fuerte y dulce vivía la Chi 
na encerrada, como todos perfectamente sa 
ben, porque la muralla de la China ha sido- 
una de las metáforas más activas de la re 
tórica occidental. Todos los que se precian 
de archivar los hechos civilizadores del si 
glo saben también cómo Inglaterra, ayudada 
por Francia, abrió brechas en esa muralla 
para introducir el opio, el opio que el go 
bierno de China no quería admitir por la 
razón verdaderamente intolerante de que el 
opio enerva, envenena, destruye, desmora 
liza las razas! A ese hecho se llamó la 
gner?-a del opio, y por ella triunfaron los sa 
grados derechos del lucro. 
Después de entrar victoriosamente en Pe 
kín, y de haber, a la vieja manera de los- 
Atilas y de los Tamerlanes, (( azotes de Dios», 
robado y quemado el Palacio de Verano, 
que era el inestimable museo imperial del 
arte chino, y con él bibliotecas, archivos 
históricos, toda la riqueza literaria de aque 
lla letrada nación, Europa forzó a China 
a abrir en su carta cinco puertos al co 
mercio europeo, a los algodones, a los arte 
factos de fierro, a las niñerías occidentales, 
y sobre todo al opio, al inmenso opio, á 
siete millones de kilos de opio por año! 
Ahora bien: sucedió que por esos puer 
tos, o puertas rasgadas en la vetusta mu 
ralla de la China, por donde entraban los 
europeos, salieron los chinos a ver por fin 
el mundo y esta familia humana, de qU e 
ha tántos miles de años andaban separa 
dos... De entonces, con efecto, datan los 
dos acontecimientos considerables de la nue 
va China: la emigración, y las misiones 
mandadas a Europa a estudiar nuestras 
ciencias, nuestras industrias, nuestras flo 
tas y nuestros ejércitos. 
Estas misiones salieron de China con cu 
riosidad pero también con inmensa repug' 
nancia. El chino siente por el europeo un 
horror, de instinto de razón, fisiológico y 
raciocinado, que está muy bien caracterizado 
en una página de los Anales Populares del 
Imperio donde se cuenta la primera apa 
rición de los holandeses en Macao y en las 
cercanías de Cantón.—«Estos hombres (dice 
aquella narración amarga) pertenecen a una 
raza selvática que habita regiones obscuras 
y húmedas, y que nunca tuvo la ventaja 
de relacionarse y aprender con la China- 
Son criaturas rojizas, de ojos azulados y es 
túpidos, e inmensos piés de más de un
	        
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