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EL COJO ILUSTRADO
de trabajo, energías ignoradas, el europeo
mediano no lo sospecha.
Aun cuando conociese todas esas fuerzas
y virtudes, no se impresionaría, ni profesaría
más respeto a esas pobres razas, que sólo
lo divierten. Cuando una civilización se
abandona toda al materialismo, y extrae
de él, como la nuestra, todos sus goces y
todas sus glorias, tiende siempre a juzgar
las civilizaciones extrañas según la abun
dancia o la escasez del progreso material,
industrial y suntuario. Pekín no tiene luz
eléctrica en los comercios: luego, Pekín de
be ser una ciudad inculta.
Aquel locuaz personaje de Edmundo About,
que despreciaba profundamente a los árabes,
porque «los desgraciados aún ni siquiera
poseían cafés-conciertos», representa, en ca
ricatura, al europeo mediano juzgando las
civilizaciones asiáticas. Millares, si no mi
llones de europeos aún no creen verdadera
mente que los romanos y los griegos fue
sen pueblos civilizados, puesto que no co
nocían la máquina de vapor, ni la máquina
de coser, ni el piano, ni otras grandezas
de nuestro grande tiempo.
Por eso damos a esta guerra del Japón
y China una atención vaga y sonriente.
Es apenas una gruesa y ruda gresca entre
dos países bárbaros, uno de los cuales no
es menos bárbaro que el otro por andar dis
frazado con uniformes y armas de Europa.
Pretenden algunos visionarios, de esos que
gustan de profetizar sombríamente, que un
día esos centenares de millones de bárba
ros, provistos del formidable material de
nuestra civilización, caerán sobre nosotros,
asolarán a Europa... Ea idea hace sonreír;
y todo europeo, mirando en torno de sí su
fuerza, su riqueza, las innumerables inven
ciones del saber, tánta máquina, y la na
turaleza domesticada y trabajando a su or
den, sonríe regaladamente.
Así otrora el galo-romano, en su linda
vivienda de campo, reposando con un docto
pergamino sobre la rodilla bajo los frescos
pórticos de mármol, o paseando en su huer
to entre el acanto y los rosales entrelaza
dos a los bustos de los dioses y de los filó
sofos, sonreía cuando le contaban de las
hordas salvajes, francos o godos, que ha
bían atacado una vieja legión romana, lejos,
en la tierra de los pantanos y de las bru
mas. . . Qué podían importar esas gentes bes
tiales? No era la Galia, no era toda Italia
una maravilla de fuerza, de riqueza, con
tánta máquina de guerra, con tan fuertes
invenciones del saber?... Después, una ma
ñana, el godo o el franco aparecía, montado
en un potro violento, armado de un simple
chuzo; y del galo-romano, de los pórticos
de mármol, del quieto jardín lleno de rosas,
de los filósofos y de todas las invenciones
del saber, sólo quedaba un poco de sangre
y de polvo.
El motivo por el cual se están batiendo
chinos y japoneses no es lo que particular
mente nos interesa. Ambos quieren dominar
en el Reino de la Serenidad Matutina. Eos
chinos, porque ese dominio es para ellos
una tradición secular. Eos japoneses, porque
recelan (según dicen sus diplomáticos.) que
Rusia, a través de la debilidad o de la con
descendencia interesada de China, se ex
tienda por la Corea, ocupe alguno de sus
puertos fronteros al Japón (como Fuzan),
domine por tanto en el mar del Japón
que los japoneses consideran suyo, y lle
gue, si no a amenazar la independencia
japonesa, a perjudicar su desenvolvimiento
comercial-•• Pero todo eso es una cuestión
de remota política asiática. Eo que ardien
temente debe preocuparnos, a nosotros los
europeos, y aun a vosotros los americanos,
son las consecuencias de la guerra, sobre
todo las consecuencias de una derrota de
China, de una buena derrota, bien ruidosa
y humillante, que penetre hasta el mandari-
nato, hasta el inaccesible orgullo de la
dinastía manchú. Si fuese el Japón el des
baratado no habría causa de inquietudes
para nuestro mundo occidental. Sería ape
nas un pueblo ligero y atrevido que llevaba
una tunda. China victoriosa sería China
readormecida. China vencida, es Europa
amenazada.
China es un pueblo de cuatrocientos millo
nes de hombres (casi un tercio de la hu
manidad!), todos en extremo inteligentes,
de una actividad hormigosa, de una per
sistencia de propósitos y una tenacidad sólo
comparable a la de los bull-dogs, de una
sobriedad cuasi ascética, y con increíble ca
pacidad para emprender y sufrir. Los eu
ropeos que habitan en China o la visitan
agregan que los chinos son, además de eso,
muy falsos, muy embusteros, muy cobar
des, muy ladrones y muy sucios. Pero es
tos europeos, verdaderamente, de China
sólo conocen la orla marítima, los puertos
abiertos al comercio de Europa, «las con
cesiones», Hong-kong y Shan-gai. Y en
estos puertos sólo conocen materialmente
aquella plebe china, iletrada y grosera, que
se emplea en los oficios inferiores de bar
quero, cargador, criado, mandadero, vende
dor ambulante, etc. Ahora bien, valorar
por esta baja gentuza toda la sociedad chi
na es como juzgar a Francia por los andra
josos que hierven en los muelles de Mar
sella, o criticar el Brasil y su educación,
y su cultura, y su fuerza social, por la
gente baja que carga y descarga fardos en
tre los muelles y los almacenes. Viajeros
que se han alongado hacia el centro de
China, y observaron algunos modales y cos
tumbres de las clases cultas, y atisbaron
aquí y allá, a través de las rendijas de
puertas, un poco de la vida íntima, de la
familia, de las ideas, de las creencias, pue
den ser contados en las puntas de los de
dos. Eos mismos residentes extranjeros de
Pekín, que forman el personal de las lega
ciones, no penetran en la sociedad china,
viven enclaustrados dentro de los muros de
las Residencias, como los antiguos judíos
en los Ghetos, y sólo se familiarizan con
los aspectos exteriores, calles, tiendas, fa
chadas de templos y transitar de multitu
des. Sólo uno de esos residentes había pro
fundizado la China. Era un secretario de
la legación inglesa, que hablaba con per
fección el chino, no sólo el idioma^popular,
sino el lenguaje mandarino y clásico, y
que se dejara crecer una enorme trenza.
Durante treinta años, todas las noches, este
hombre absolutamente achinado vestía su ca-
baza de seda, se soltaba la trenza, tomaba
un abanico e iba a pasar algunas horas
amables con las familias nobles de Pekín.
Ese realmente conoció la China; pero, tor
nado chino y por tanto discreto no escribió
sus impresiones, y murió.
Recientemente algunos empleados europeos
del gobierno chino, como los ingenieros y
profesores del arsenal de Fou-Tchou, han
entrado suficientemente en la vida del mun
do chino. Y todos ellos vuelven contando
una China muy diferente de la de los
touristes que desembarcan una mañana en
el muelle de Shan-gai, y a la noche es
tán avaluando la civilización sesenta veces
secular de un pueblo de cuatrocientos mi
llones de hombres por lo que observaran
de soez, de sucio, de grotesco y de bella
co en el coolie que les cargó la maleta
para el hotel. Los que así se internan por
China vienen en realidad maravillados: y
habiendo ido para enseñar a los obreros
chinos a construir ametralladoras, confiesan
que aprendieron, en convivencia con la bur
guesía culta y letrada, lecciones de con
ducta, de orden, de respeto filial, de pro
funda unión doméstica, de inteligente eco
nomía, de trabajo metódico, de subordina-
ción, de pureza, de celo moral y de toda
suerte de virtudes íntimas, que garantizan
mejor la grandeza, estabilidad y ventura de
una nación que el arte más sutil en fa
bricar obuses y maniobrar torpederos.
Sólo se quejan de la falta de higiene
municipal y de la inmundicia de las calles
— que sobre todo en las provincias (aun en
Cantón y Pekín) son casi tan mal barri
das, y tan abundantes en lodo, como las
de este París ha cincuenta o sesenta años,
cuando ya papá Hugo le llamaba la «ciu
dad radiante» alma del mundo, y toda Eu
ropa le imitaba, más que hoy, los modos,
las modas, las gracias y los vicios.
Pero que los chinos tengan sólo defec
tos o sólo cualidades, lo cierto es que arre
glaron a su modo una civilización que po
see sin duda una fuerza prodigiosa, puesto
que ha sobrevivido a todas las formas de ci
vilizaciones creadas por el genio de la raza
aria: y que seguramente posee también una
gran dulzura, porque el tema invariable y
secular de la literatura china, desde las
máximas de los filósofos hasta las cancio
nes de los líricos, es celebrar la inefable e
incomparable felicidad de ser chino, de vi
vir en China!
Con efecto, de todo ha habido en China,
durante estos últimos diez mil años trans
curridos, excepto un pesimista. Dentro de
esa civilización fuerte y dulce vivía la Chi
na encerrada, como todos perfectamente sa
ben, porque la muralla de la China ha sido-
una de las metáforas más activas de la re
tórica occidental. Todos los que se precian
de archivar los hechos civilizadores del si
glo saben también cómo Inglaterra, ayudada
por Francia, abrió brechas en esa muralla
para introducir el opio, el opio que el go
bierno de China no quería admitir por la
razón verdaderamente intolerante de que el
opio enerva, envenena, destruye, desmora
liza las razas! A ese hecho se llamó la
gner?-a del opio, y por ella triunfaron los sa
grados derechos del lucro.
Después de entrar victoriosamente en Pe
kín, y de haber, a la vieja manera de los-
Atilas y de los Tamerlanes, (( azotes de Dios»,
robado y quemado el Palacio de Verano,
que era el inestimable museo imperial del
arte chino, y con él bibliotecas, archivos
históricos, toda la riqueza literaria de aque
lla letrada nación, Europa forzó a China
a abrir en su carta cinco puertos al co
mercio europeo, a los algodones, a los arte
factos de fierro, a las niñerías occidentales,
y sobre todo al opio, al inmenso opio, á
siete millones de kilos de opio por año!
Ahora bien: sucedió que por esos puer
tos, o puertas rasgadas en la vetusta mu
ralla de la China, por donde entraban los
europeos, salieron los chinos a ver por fin
el mundo y esta familia humana, de qU e
ha tántos miles de años andaban separa
dos... De entonces, con efecto, datan los
dos acontecimientos considerables de la nue
va China: la emigración, y las misiones
mandadas a Europa a estudiar nuestras
ciencias, nuestras industrias, nuestras flo
tas y nuestros ejércitos.
Estas misiones salieron de China con cu
riosidad pero también con inmensa repug'
nancia. El chino siente por el europeo un
horror, de instinto de razón, fisiológico y
raciocinado, que está muy bien caracterizado
en una página de los Anales Populares del
Imperio donde se cuenta la primera apa
rición de los holandeses en Macao y en las
cercanías de Cantón.—«Estos hombres (dice
aquella narración amarga) pertenecen a una
raza selvática que habita regiones obscuras
y húmedas, y que nunca tuvo la ventaja
de relacionarse y aprender con la China-
Son criaturas rojizas, de ojos azulados y es
túpidos, e inmensos piés de más de un