CAPITULO VII
DONDE EL DOCTOR DESEMPEÑA SU COMISIÓN
Sigamos nosotros a don Marcelino Ta-
rancón, que, a pesar de sus sesenta años
y su experiencia, no se había visto nun-
ca en una situación tan difícil.
Para un hombre honrado hay en la
vida situaciones que le abruman y le
aturden; y estas mismas situaciones, que
a él le parecen obstáculos insuperables,
harían sonreir con cierto desdén a un
canalla.
- Schiller, ese poeta popular de Alema-
nia, en su célebre drama «Los bandidos»,
al describir la figura magistral de «Fran-
cisco», dice que la conciencia no es obra
cosa que un cinturón que.se ensancha
o se encoge a gusto de aquel que lo lleva,
- Pero esta apreciación gráfica, filosófi- -
ca, verdadera en los labios de «Francis-
co», sería incomprensible en boca de un
hombre tan honrado como don Marceli-
ño Tarancón. , NY
Porque la conciencia, que da a algu-
mos tan malos ratos, turbando la paz de
su sueño y la tranquilidad de su espí-
ritu, es para otros letra muerta, una es:
pecie de mito, que por más infamias, por
más crímenes que cometan, lo buscan en
vano por todo su ser sin encontrarle
nunca. ) :
Nuestro amigo el doctor Tarancón te-
nía conciencia, y para él era bastante
grave el paso que iba a dar. (
: de que era preciso
.
Convencer a Luisa
engañar al hijo del conde de San Marino |
aceptando su mano, cuando él compren-
dia que esto era una infamia, le dis-
gustaba.
Y por otra parte, ¿cómo aconsejarle lo
contrario después de las terribles ame-
nazas que había proferido el viejo mar-
qués de Malfi? hs
A medida que el doctor se acercaba a
la quinta, es decir, al sitio donde, vio-
- lentando su carácter y sus buenas y lea-
-— les inclinaciones, debía hacer el papel
le era fácil retroceder,
de consejero funesto de Luisa, sentía que
se oprimía su pecho y hubiera dado todo
cuanto poseía por no verse en aquel
trance, Ed
Pero la verdad era que no podía retrow
“ceder, y revistiéndose de valor entró en
el jardín aparentando un aire sereno y
tranquilo.
Como todas las puertas de la casa se
hallaban francas para el doctor, llegó
sin obstáculo al gabinete de Luisa, dete-
niíéndose un momento delante de la
puerta.
Había llegado, por decirlo así, al pa-
lenque donde debía esgrimir las armas
de la falsía y del engaño, E
Esto era muy duro y muy doloroso par
ra un hombre de las condiciones del doc-
tor. | E
Pero como allí no podía detenerse, ni
hizo sobre su
frente la señal de la cruz y pasó los din-
teles de la puerta.
El doctor no vió a Luisa hasta después
de un momento, pues la desconsolada
joven se hallaba arrodillada junto a la >
misma butaca en que la dejamos senta--
da al salir su padre. |
El doctor avanzó y, acercándose al si-
tio donde estaba Luisa, le dijo con dul-
ZUra: :
—¿Qué es eso, hija mía? ¿Por qué está.
usted arrodillada?
+ Luisa levantó la cabeza, fijó en el doc-
ter una mirada de asombro y suspiró,
Entonces don Marcelino le ayudó a le-
vantarse y se sentó en una butaca.
Como Luisa guardaba silencio, el mé»
dico le tomó el pulso, la estuvo obser-
vando un momento, y luego dijo, mo-
viendo tristemente la cabeza:
—Veo que no hace usted lo que le ten-
go encargado. ó O
“Luisa dejó caer la frente sobre el pe