LA GUARDA 109
EL ANGEL DE
taburete de hierro que se hallaba cerca.
El doctor creyó prudente hacerse el
MQistraído para que los dos jóvenes pu-
leran cambiar algunas palabras, y cru-
zando las manos a la espalda se puso a
Pasear por la estufa, deteniéndose- por
fin en el extremo opuesto de aquel que
Ocupaban Luisa y Alejandro, para con-
templar una hermosa reina de las flores
. Que comenzaba a cubrir su rojo cáliz,
—Luisa—dijo Alejandro en voz baja—,
hace mucho tiempo que el solo recuerdo
de su nombre agita dulcemente mi alma,
Y no encontraría palabras con que ex-
'—Presar mi inmensa felicidad al saber por
; Su noble padre que mis sueños podían
- Tealizarse, que mi amor iba a ser corres-
Pondido. : do
Luisa inclinó la mirada hacia el suelo
y guardó silencio.
Alejandro continuó;
“Comprendo ese rubor, y no me admi-
Ta que esos hermosos labios permanezcan
- Cerrados. Tampoco tengo la pretensión
de exigir a usted que me ame como yo la
amo; pero estoy seguro de que el tiempo
Inclinará la balanza de su voluntad en
- Tavor mío, y que usted, que es buena y
- Siente latir dentro de su pecho un Cora-
Zón elevado, acabará por amarme con t0-
da su alma. :
- —Alejandro—contestó jen voz baja Lui-
.Sa—, bien sabe Dios que yo agradezco
A usted desde el fondo de mi alma la no-
ble y generosa conducta que ha observa-
do conmigo.
- Y Luisa, pasándose la mano por la
'Trente, como si quisiera disimular su tur-
bación, añadió:
—Mi padre no me ha ocultado nada,
Y yo no tengo palabras para enaltecer
la conducta del vizconde de San Marino.
Ah, Luisa! Esas frases llenan mi pe-
Cho de inmensa felicidad; y como nunca
“la mentira ha manchado mis labios de-
Do decirle que al suplicar a mi padre que
Pidiera la mano de usted, no me guiaba
Ana idea generosa para dirimir nuestro
tnojoso pleito, sino el amor, el inmenso
Amor que brotó en mi alma desde sel pri-
Mer día que tuve la dicha de verla.
- Las palabras de Alejandro de San Ma-
Tino hacían un daño horrible a Luisa,
Cuyo rostro iba palideciendo más a cada
instante.
—Para creerme el hombre más ventu-
TOS de la tierra—añadió Alejandro—, só-
lo me falta ser amado con la misma ve-
emencia que amo. En este instante
Vestros padres están tal yez convinien«
do el día que debe celebrarse nuestra bo-
da, puesto que ya usted me ha honrado
econ su consentimiento, Pero poco impor-
ta que ellos marquen una fecha más O
menos lejana; poco importa que la im-
paciencia de mi corazón sea grande y
mi deseo infinito, porque usted, Luisa,
reina absoluta de mi voluntad y de mi
cerazón, es la que marcará la hora en
que debo conceptuarme el hombre más
feliz del mundo. Yo esperaré un mes, un
año, un siglo, si es preciso. :
—Señor vizconde, la voluntad de mi
padre es la mía. Cuando él disponga iré
al pie de los altares a prestar mi jura-
mento, ¡y Dios quiera que la felicidad
sonría eternamente sobre nuestras cabe-
zas!
—;¡0h, sf, Luisa! Sonreirá—contestó con
vehemencia Alejandro—, porque el amor
no es otra cosa que una sonrisa del cie-
lo que Dios pone en los labios de la cria-
tura para hacerla feliz.
Luisa se sentía verdaderamente con-
movida, y no pudo contener un involun-
tario suspiro que se escapó de su pecho,
Entonces Alejandro se fijó en la extre-
mada palidez de su prometida.
_—¿Se pone. usted mala, Luisa?—pre-
guntó.
-——NO.
—Pero está usted extremadamente pá-
lida. a
—Me siento un poco débil.
«Tal vez he sido un imprudente.
—¿Por qué Alejandro?-—dijo con dul-
zura Luisa. :
-—Por pedir al doctor que le permitiera
prolongar su permanencia en este sitio.
—Tranquilícese usted; esto no es nada.
-—Sin —embargo, no solamente se: va
apagando el color de sus hermosas me-
jillas, sino que me parece que es más
débil su voz. : (
-—Aprensión solamente, Me siento bien.
_—No.me perdonaría nunca el haber
¡«turbado por un minuto la calma de su
«corazón. PEA
—Deseche usted ese pensamiento, Ale-
.jandro. Usted es el hombre más bueno y
más generoso del mundo. :
- —Luisa, un elogio de su boca dirigido
a mi persona es para mí la mayor for-
tuna.
—Crea usted, Alejandro, que yo con-
servaré siempre un buen recuerdo de es-
ta entrevista, en la que por primera vez
- hemos «hablado formalmente de nuestro
porvenir. :
El ángel de la guarda.—T. l.—28