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FOLLETIN DE EL MERCANTIL VALENCIANO
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lo dude usted, doctor, nadie se atreverá
a sospechar de la hija del marqués de
Malíi.
—Sin embargo, Luisa, es una impru-
dencia...
—¿Seré yo la primera señorita de la
aristocracia que proteja y que se enca-
riñe con la hija de uno de sus criados, Y,
que se encargue de su educación, y qué
le regale trajes? No; eso se ve con fre:
cuencia; y pues va a empezar para mí la
vida de la farsa y del fingimiento, viva
usted tranquilo, doctor, yo sabré repre-
sentar tan bien el papel de protectora
que nadie ha de descubrir el de madre;
y esa sociedad, que sólo juzga por las
apariencias, exclamará: «¡Qué buena esl
¡Qué corazón tan noble, tan magnánimo!
La caridad reside en su alma y la no-
bleza en todas las acciones de su vida.»
—Haré presentes al señor marqués los
deseos de usted.
—No basta hacerlos presentes, es pre-
ciso que los acepte; es indispensable que
mo se oponga a ellos, porque de lo con-
trario sería capaz de revelárselo todo a
¡Alejandro de San Marino,
El doctor comprendió que la carta del
capitán Alvarez había abierto en el alma
de Luisa una de esas heridas morales que
hacen cambíar por completo el carácter
de una mujer, que la obligan a empren-
der un camino distinto del que se había
propuesto seguir, que causan una ver-
dadera revolución en sus ideas,
Oponerse a los deseos de Luisa era pe-
ligroso. Nadie es tan fuerte como el débil
cuando, cansado de sufrir, se resuelve a
luchar.
Y el doctor, convencido de que todas
sus reflexiones serían inútiles, dijo:
“Voy a hablar al señor marqués,
-—Aquí espero,
Cuando don Marcelino salió del gabi- '
nete de Luisa iba hablando sólo.
—Este drama de familia—se decía-——va
adquiriendo un carácter nuevo; y yo, bien ,
a pesar mío, me veo en el caso de tomar
parte en él. Si el señor marqués no acce-
de a los deseos de su hija la creo muy,
capaz de hacer cualquier locura. Una
“mujer desesperada lo arriesga todo; pero ,
es preciso convenir en que de la desespe-
ración de las mujeres siempre tienen
culpa los hombres.
El doctor llegó al despacho del mar-
qués, y no encontrándole preguntó por
él a Vicente, su ayuda de cámara.
—El señor marqués—dijo el criado—ha
marchado hace un momento a Madrid.
Entonces don Marcelino recordó lo que
había convenido con don Pablo, es decir,
que éste buscaría la manera de enviar a
Ultramar al alférez Redondo,
Era inútil esperar el regreso del mar-
qués a la quinta de Carabanchel, pues
debía tardar, por lo menos, tres o cuatro
horas, es decir, que hasta la hora de co-
mer, las Seis de la tarde, no podía con- .
tar con verle.
Revistióse de paciencia y volvió de nue-
vo al gabinete de Luisa.
—¿Tan pronto?—preguntó ésta.
—El señor marqués se ha marchado a
Madrid.
-—Pues bien, esperaremos.
Y tirando del llamador de la campani-
lla dijo a su doncella, que se presentó a
recibir órdenes:
—No estoy en casa absolutamente para
nadie. Cuando venga esta tarde el viz-
conde de San Marino le dirás que me
siento un poco indispuesta y que no pue-
do recibirle, Nada más tengo que encar-
garte,
Y Luisa indicó a la doncella que podía
retirarse.
Cuando el doctor volvió a quedarse solo
con la hija del marqués de Malá, dijo:
—Ruego a usted, hija mía, que no co-
meta ninguna imprudencia, Es preciso
que reciba usted esta tarde al señor viz-
conde.
—¡No, y mil veces no! Estoy resuelta a
todo. Los hombres me inspiran un des-
precio, una repugnancia invencible. Yo
soy una víctima de su vanidad, de su
egoismo, de su ambición. Dispuesta estoy
aun al sacrificio; seré la esposa del viz-
conde de San Marino, pero quiero una
recompensa del gran tormento que se me
impone, y esa recompensa es mi hija.
Sólo viéndola a mi lado tendré valor para
llevar a cabo el martirio. Ustedes combi-
narán el pretexto, la excusa, la historia,
para que esa niña pueda vivir a mi lado
sin que el vizconde sospeche la verdad. .
Yo aprenderé esa historia de memoria y,
haré que también Magdalena la 'apren= |
da. Las dos tenemos un gran interés en
no olvidarla. Si mi padre llega a tiempo,
si acepta mis proposiciones, pueden us-
tedes retirar la orden que acabo de dar,
y recibiré esta tarde, como todas, a Ale-
jandro, Ahora, doctor, necesito estar so-
la. Tengo necesidad de derramar las úl-
timas lágrimas y arrancar con ellas de