142
FOLLETIN DE EL MFRCANTIL VALENCIANO
—¡Adelante!—contestó el marqués, ha-
ciendo un gesto de disgusto. :
—Luisa quemó sus cartas, y comenzó a
leer conmovida la que le dirigía el capi-
tán Alvarez; y esta carta, señor marqués,
produjo una verdadera revolución en las
ideas de la señorita, porque ella le de-
mostraba sin ningún género de duda que
había sido víctima de la infame alevosía
de un hombre que, arrepentido de su cri-
men, atormentado por los gritos de su
conciencia, había hecho por fin una cosa
buena, Pero mejor que todo cuanto yo
pudiera decir a usted se lo explicará la
carta, que Luisa me entregó para que yo
a mi vez la depositara en las manos de
usted,
“Y el doctor entregó al marqués de Mal.
fi la carta póstuma de Alvarez, que ya co-
nocen nuestros lectores.
Don Pablo comenzó a peer con avi-
dez.
De vez en cuando “apretaba los puños
y hacía rechinar los dientes.
El odio, la rabia y la vergúenza se re-
volvían en el alma de aquel anciano a
medida que avanzaba en la lectura de rd
carta,
Con frecuencia se escapaban de su des
cho palabras ininteligibles, y sus ojos, in-
yectados en sangre, “devoraban con ee
dez aquella carta.
El doctor, de pie e inmóvil, no se atre
vía a dirigirle la palabra; no hubiera du
querido ni respirar.
Por fin don Pablo terminó la lectura, FE
estrujó la carta entre sus manos; pero
como si se arrepintiera de alguna de las
mil ideas que cruzaban por su mente, son-
rióse: con amargura y dijo en voz baja:
no le hubiera matado una bala carlista,
habría muerto a mis manos. Mi único
“sentimiento es que ese hombre no exista.
¡Daría toda mi ofrtuna por hundir en su A
- pecho un puñal, por gozarme en su ago-
nía, por verle exhalar el último aliento!
Pero esto ya no es posible, Dios sin duda
ha dispuesto que la vida de ese misera-
ble termine de otro modo, -
—Ya ve usted, señor. AO que
muerto el capitán Alvarez, queda el se-
: e A a Ppsiciad Redondo y a su mujer?
_creto reducido a muy pocas personas. a
—Esto es una, ventaja. E
e mismo techo.
daons A
—Después de las revelaciones que en
esta carta hace el capitán Alvarez—aña-
dió el marqués—,el asunto toma otro ca-
rácter, y no es tan grave acceder a los
deseos de mi hija.
Don Pablo se llevó la mano a la fren-
te permaneciendo algunos momentos
en silencio; luego se dijo, como hablan-
do consigo mismo:
—Comprendo que la lectura de esta
carta habrá producido un gran Ccam-
bio en los pensamientos, en las ideas
de mi hija; ella le ha hecho ver hasta
donde llega la perversidad del hombre;
y como nadie es tan gran maestro como
el desengaño, juzgo que no se corre tan-.
to peligro como creía accediendo a las
súplicas de Luisa,
—Yo creo lo mismo. Además, no hay
necesidad de que Magdalena sepa nada.
—¿Quiere usted encargarse de ver a:
esa mujer?—dijo de pronto el marqués,
—¿A quién? ¿A Magdalena?
—SÍ,
—No tengo inconveniente.
—Pues le ruego que la vea sin pérdi-
da de tiempo.
—Qué debo decirla?
_—Dejo a su buena imaginación el in-
ventar una historia. Esa pobre mujer se
dará por muy contenta con 'que le de-
vuelvan la niña, y será para ella un go-
zo inefable llamarla toda la vida, su
hija. ci
—Está bien; la veré,
—¿Cuándo?
-—Saldré mañana temprano, pero ne-
cesito una orden para que se me entre-
gue a Margarita.
Ya sospechaba yo tanta infamia. Si
—La tendrá usted.
-. —Ahora es preciso A a la se-
_forita Luisa que usted accede a sus de-
seos: El vizconde de San AO: no 0d
de tardar, Y... ;
Pues vea usted a mi hija.
Una pregunta antes de separarnos!
¿Ha hablado usted con su amigo el ve
neral?
ASL, |
Ys PE fácil enviar a Ultramar pe
Creo conseguirlo.
—Magdalena ignora quién es la madre —Eso sería muy útil,
de Margarita. Será preciso, pues, acceder
a los deseos de Luisa, inventar la histo-
yía que desea, y permitir. quen viva an y
—Mañana mismo tendrá el ministro de
la Guerra una entrevista con el alférez.
Redondo. Pero no pierda usted el tiem:
Po, Porque. el vizconde: de San E