CAPITULO VII
DOS ALMAS TRISTES
Existen criaturas para quienes el do-
lor puede decirse que es una segunda na-
turaleza. Sufrir es lo normal en eu vida;
ver siempre poblada de pensamientos tris-
tes su imaginación, de lágrimas sus ojos
y de suspiros su pecho, es su verdadero
estado, :
Para estos seres la vida no es otra co-
sa que un gemido de dolor, una agonía
prolongada, un lamerto eterno.
Luisa, desde la edad de quince años,
desde esc período poético y encantador
de la mujer en que comienza la primave-
ra de la vida, puede decirse que llevaba
la sonrisa en los labios y la muerte en el
alma.
Su dolor era más grande, más profun-
do, porque como no podía manifestarse,
no encontraba el consuelo de la compa-
sión. :
Cuando pueder. depositarse las penas,
las amarguras de la vida en el seno de
la amistad, las almas tristes encuentran
algún consuelo.
Pero ¿a quién podía comunicar sus ago-
nías Luisa? Sólo a su padre, es decir, a
su cómplice; y los cómplices no pueden
consolarnos, porque necesitan para “si
el consuelo.
Grandes son los errores que comete la
humanidad; el afán incesante de la cría-
tura consiste en resolver el problema mis-
terioso de la felicidad, y casi siempre to-
Ges sus desvelos no sirven para otra cosa
que para conducirle a la desgracia, al in-
fortunio,
La pequeñez humana sólo fija con co-
Cicia sus ojos en el oro, como si fuera la
panacea de todos sus males; como si los
soñados tesoros de Salomón, los mortes
de perlas de Cleopatra y los diamantes
de la reina Nicaulis fueran bastantes pa-
ra ahogar el grito que resuena en la con-
ciencia del malvádo acusándole constan-
temente,
¿De qué le servía a la condesa de San,
Marino vivir en un palacio, poseer una
fortuna inmensa, tener criados con ricas
libreas, dispuestos a obedecer el menor
de 'sus caprichos, si allá en el fondo del
alma, en lo más recóndito de sú concien-
cia, las tempestuosas nubes, evocadas pol
los remordimientos, oscurecían el hermo-
go sol de su felicidad?
¡Cuántas veces, al dirigirse desde Ma-
drid a Carabanchel en una elegante ca-
rretela había fijado su mirada con en-
vidia en las pobres mujeres que, sentadas
a las puertas de sus viviendas, trabaja-
ban cantando, rodeadas de sus hijos:
Aquel modesto jornal ganado con el
sudor de la frente, aquellas horas dedi-
cadas al santo trabajo, única fortuna del
proletario, estaban recompensadas disfru-
tando por Ja noche el dulce sueño del
justo, mientras la condesa de San. Ma-
rino se revolvía en eu lecho de plumas,
bajo el rico dosel de damasco; y cuando
el cansancio, obedeciendo a la voz de la
Naturaleza, cerraba sus párpados, ar-
dientes y enrojecidos por el llanto, en:
tonces terribles y angustiosas pesadillas
conmovían su espíritu, agitando con vi0-
lencia todo su ser, como las tempestro-
sas olas del mar en un día de borrasca
agitan la frágil barquilla. ,
Pero ¿era verdaderamente culpable la
condesa de San Marino? SÍ.
Su primer cuípa podía tolerarse por
ser hija del amor; y el amor, vida de
nuestra vids, fuerza misteriosa que em
puja a la nsturaleza, dominando los fríos
consejos de la razón, tiene siempre una
disculpa ante las debilidades humanaf-
Luego, las circunstancias, que, comó
la casualidad, fueron siempre madres de
erandes ucontecimientos, obligaron 2
Luisa de Malfi a ser débil por salvar a SU
padre. :
Se la amenazó con matar a su hija Y