9 a po mn SO
CAPITULO IA
MELO DIAS
-—Margarita y Magdalena, al ver llorar
al pobre anciano, le besaron con respeto
Y veneración las manos, tranquilizándole
Con palabras cariñosas.
- —¡Dejadme! — les decía —. , ¡Marchaos!
¿Qué importa que este póbre. viejo viva
0 muera? ¿Para qué sirve en el mundo?
¿No le ha tocado un buen escote en la
Vida? ¿No tiene ya cerca de ochenta años?
Pues bien: que baje a la tumba; que le
abran la fosa, pues ya es tiempo.
- —¡Ah, no, no! ¡Basta, señor marqués,
basta! — exclamó Margarita verdadera-
Mente conmovida—, ¡Yo tendré valor, yo'
Sabré sufrirlo todo! ¡Que se levante la
calumnia en derredor mío, que me insul-
ten! ¡Mi conciencia está tranquila y sabrá
Scbreponerse a las venenosas mordeduras
“de la envidia y de la maledicencia!
El marqués abrazó a su nieta, y des-
q de besarla en la frente la sentó so-
bre sus rodillas como si fuese una niña,
Y mirándola con cierta complacencia, di-
Jo;
nosotros que murmure la envidia, que
Afile sus asquerosas armas la calumnia?
¿No sabemos todos aquí que tú- eres pu-
Ya como el perfume de las flores? ¿No
basta tu hermosa frente y tu sonrisa de
gel para adivinar la castidad de tu
ma? ¡Vaya! Me habéis dado un susto
Que no os lo perdonaré tan pronto, Por lo.
tanto, queda prohibido hablar de mar-
: harso; yo lo mando, y ya sabéis que soy.
el amo,
Y el marqués se enjugaba las lágrimas
Y se reía con infantil alegría,
Pero dime, Margarita—volvió a decir, ES
Viendo que le dejaban continuar: ¿por
Qué se te ha ocurrido marcharte, abando-
rme? Porque yo supongo que para to»
r tan extrema resolución tendrás un
¡ ¿vo, una causa,
e
—Sí, dices bien. ¿Qué nos imporiía a
—Ninguna, señor-—contestó Margarita,
bajando los ojos.
—Creo que no me dices la verdad; pe-
ro en fin, no te pondré yo entre la espada
y la pared; cuando me lo ocultas, tus
motivos tendrás, aunque apostaría dovle
contra sencillo a que son infundados.
Pero no quiero saberlo, no, pues tal vez *
eso te entristeciera. Ahora, para que ol.
videmos por completo este disgustillo, te
exijo que toques una melodía de Mozart;
El marqués sospechaba la causa de la
inesperada resolución de Magdalena, por
lo que le había dicho su hija la condesa,
de San Marino, y creyó prudente, puesto
que su nieta desistía, no pasar edelans
te en la discusión. '
Margarita por su parte temía afligin
con su insistencia al bienhechor bonda-
doso de quien tantos favores había reci.
bido, y sentándose al piano se puso a to«
car la pieza indicada por el marqués.
Pronto don Pablo borró de su imagl.
nación la idea Unlorost de la separación
de Margarita.
Nuevamente se puso a, escuchar las dul.
ces y sentidas melodías de Mozart,
Jamás Margarita había puesto los de-
dos sobre el teclado de un piano con más
acierto, con más seguridad, con más sens
timiento.
Cuando terminó la pieza, como me: na-
da hubiera sucedido, hizo girar la ban=
quéta, y quedándose de frente al mA
qués le dijo sonriendo: ps:
——¿Y ahora, que toco?
—Pero tú eres incansable, No quiera
que te fatigues más esta noche.
—¡Oh! Podría tocar aun por espacio de
cinco horas.
—Eres una Mibarda, y estoy tentado
pcr poner a prueba lo que dices.
—Pues manos a la obra.
—No. no; basta por esta noche. Mira
ahí tienes a Vicente, que indudablemen-
El ángel de la guarda. —T, 1,53