CAPITULO X
ARO
LA NOCHE
Las habitaciones de Magdalena y Mar-
garita en la quinta eran una sala, un
gabinete y dos alcobas, situadas en el
piso bajo de la posesión.
Magdalena dormía en la alcoba de la
sala y Margarita en la del gabinete, pe-
queña habitación adornada con tanto gus-
to como sencillez, y en donde Se hallaba
un piano que servía para estudiar a la,
joven,
—Ya lo ve usted, madre mia—dijo
Margarita tan pronto como entraron en
su dormitorio—; ha bastado indicar nues-
tro pensamiento al marqués para que 8e
oponga resueltamente a que lo realice-
mos. dl : E
—Y sin embargo, no podemos perma-
necer mucho tiempo en esta casa. La se-
forita Emilia conseguirá al fin lo que se.
propone, Su padre el conde de San Mari-
no no sabe negarle nada. dE
—Pero el marqués tiene sus rentas, es
dueño de esta quinta, y nos defenderá .
siempre. E :
—El marqués, hija mía, es muy viejo
y la vejez es débil. A |
Y como nuevamente los ojos de Mar-
garita se llenaron de lágrimas, Magaa-
lena la dió un beso, y añadió:
—Vaya, no hay que pensar más por
hoy en esas cosas. A dormir, hija mía,
a dormir, y Dios dirá. : A
Margarita entró en su gabinete, que
estaba separado del dormitorio de su ma-
dre por un tabique. A as
Una vez allí encendió su lámpara y se
sentó en una silla junto a la mesa.
Durante algunos minutos permaneció
inmóvil, con la mirada fija en el suelo
y profundamente abismada en sus Te-
: o E o e OL:
De vez en cuando fijaba su atención,
o e A
“como para cerciorarse de si su madre se
: IA AO
- El reloj de sobremesa que Se hallaba
había atrevido a decirle: «Vete
lorosamente la cabeza—.
me ame doña Luisa, por muy grandes
'scportarlo :
Andrés de Olmedo, y cuando Emilia sep4
sobre el mármol de la chimenea del ga-
binete de Margarita, dió once campanar
das,
Aquella lengua de metal que le anun-
ciaba la aproximación de la media noche,
le causó un vivo estremecimiento, :
¿Qué debo hacer, Dios mío, qué debo
hacer?—se dijo hablando consigo misma
y pasándose varias veces Ja mano por.
la frente, como si quisiera por este medio
aclarar la turbación de sus ideas—. Den-
tro de una hora Andrés se hallará espe:
rándome junto a la tapia del jardín. si.
no acudo a la cita, llenaré de dolor y des
sesperación su alma. ¡Ah! ¡Tengo miedo!
Margarita apoyó los dos codos sobre la
mesa, y dejó caer la frente ardorosa tn
las palmas de las manos. El
El día que ¡iba a terminar había sido
para ella de «heuátin y de dolor; día som-
brío, día aciago, en que Emilia de San
Marino, olvidando todas las considera”.
ciones a que es acreedora la desgracia, 90
) ete de mi
casa; eres una intrusa: ningún derech
tienes al cariño de mi madre y de mi
abuelo.»
- —¡Ah!—volvió a decirse, moviendo do-
Por mucho qué
A
que sean las simpatías que hacia mí sien-
ta, si yo tuviera la locura de proponet*
me luchar con la señorita Emilia, queda-
ría vencida. La gratitud me aconseja el
sacrificio; el sufrimiento es para mí nna
segunda naturaleza; tendré valor paré
romperé para siempre CoM
mi heroico sacrificio no podrá menos de
reconocer en mí una gran bondad de, c0*
Y como si estas reflexiones le causaran
una profunda angustia, volvió a exclar
mar con acento doloroso: en acti IN
—Pero ¡Dios mío! ¿Qué ya a ser de ese