LA GUARDA 67
EL ANGEL DE
El marqués se detuvo.
Luisa fijó una mirada recelosa en su
- padre.
-— —En cuanto a tu hija—volvió a de-
cir don Pablo—, es preciso que me di-
- gas su paradero.
—¿Para qué, señor?
¿Para encargarme yo de ella, Ya te
he dicho que el pasado debe ser para
ti un sueño; que es preciso que lo bo-
-1res de tu memoria. :
—¿Olvidar a Diego? ¿Olvidar'a mi hi-
ja? ¡Imposible!
-—No he venido aquí a escuchar con-
diciones, sino a imponerlas. Yo, para
encubrir las afrentosas manchas que tu
liviandad ha'arrojado sobre mi honor,
he dicho al conde de San Marino que
habías tenido la desgracia de perder la
razón. El día que me desmientas;' el día
que la vergúenza que envenena tu alma
_asome a tus labios, ese día pondré fin a
mi existencia, y a ti y a tu hija no os
quedará otra cosa que el remordimiento
y la miseria. Necesito, pues, que no que-
de el menor rastro del pasado: no retar-
des un instante más la revelación del
sitio donde se halla tu hija.
-—¡Oh! ¡Jamás!, ¡jamás!
—Piensa que será inútil que pretendas
- ocultármelo. Tengo una persona de mi
confianza que va a encargarse de tu asis-
tencia. No daréis, ni tú ni el doctor, un
solo paso sin que yo lo sepa.
Pero, ¿qué pretendes hacer con mi
- hija?
—Ya te he dicho que sólo he venido
a imponer condiciones. o
- —Pues bien: estoy dispuesta a obede-
certe en todo cuanto me mandes. Pasa-
ré a los ojos de todo el mundo por una
pobre loca, Mi locura será el silencio, el.
dolor, las lágrimas; pero no te revelaré'
nunca el paradero de mi hija, porque lo
ignoro. :
—¡Mientes! E ps
—¡Oh! ¡Dios mío! ¡Es preferible cien
veces la muerte a mantener estas lu-
Chas! pa ee:
- —¡Acabemos, Luisa! ¿Dónde está tu
hija? he :
-—Lo ignoro, padre mío. 0
-_ —Pero, ¿es posible que una madre ig-
nore dónde se halla su hija?
- Y el marqués, fijando una mirada .
amenazadora en Luisa, añadió:
-—Por última vez, ¿te empeñas en ocul-
rme la verdad?
_«—Nada puedo decirte.
derse de ellas.
—Está bien: yo la encontraré. Tú te
has propuesto conducirme a la desespe-.
ración. ¡Ah! ¡Parece imposible que aque-
lla niña, a quién tanta ternura y tanto
cariño he prodigado, me pague de un
modo tan cruel el inmenso amor que pa-
ra ella atesoraba mi alma!
—¡Padre mío!—exclamó Luisa juntan-
do las manos en ademán suplicante,
—;¡Calla, desgraciada, calla, y no me
avergúences dándome ese nombre, que
manchas con:tus labios! Yo no soy. tu
padre; tú has roto todos los sagrados la-
zos que nos unían; tú has apagado en
tu fementido corazón la voz de la nar
taraleza; tú has mancillado estas canas,
que eran el orgullo de mi frente, y tú
me conducirás a la desesperación, a la
deshonra y a la miseria. py
Las palabras del marqués penetraban
una por una, como punzantes espinas,
en el pecho de Luisa. Aquellas terribles
reconvenciones eran justas y no encon-
traba medio de rechazarlas, de defen-
«q
—¿Qué he hecho yo, Dios mío—excla-
mó don Pablo con el acentu de la más
terrible desesperación—, para sufrir tan
terribles angustias en el último tercio
de mi vida? Esta desgraciada era mi cr-
gullo, mi alegría, el alma de mi alma, la
vida de mi vida; yo veía mi felicidad en
la suya, yo esperaba que con el tiempo
fuese el cariñoso apoyo de mi vejez, la
dulce poesía de mi ancianidad, el ángel
del consuelo que sentado junto a mi le-.
cho de muerte debía cerrar mis ojos
con sus besos y recomendar mi alma con
sus oraciones al Todopoderoso. Dad,
Y sonriendo de un modo indescripti-
ble, añadió: g ER
—¡Vana ilusión! ¡Quimérica esperanzal
¡Sueño engañador que se ha desvaneci-
dc ante la terrible verdad de mi infor-
tunio! ¡El néctar se ha convertido en ci-
cuta! ¡El bien se ha tornado en mal, y,
el ángel, plegando sus alas, ha huido
de mi morada, avergonzado de la infa-
mia y el oprobio de esa mujerl
- El marqués se detuvo. Tenía necosi-
dad de respirar, porque cuando las lá- Se
grimas no asoman a los ojos y caen go-
ta a gota sobre el corazón quemando sus -
más delgadas fibras, el pecho está. ex-
puesto a estallar. A
Luisa, mientras tanto, abrumada bajo
- el peso de tantas reconvenciones, no hu-
biera podido formular una palabra pas