874 j LAS GATACUMBAS |
po con la punta de mi espada antes que poderme coger, cual lo hizo,
los dos brazos. |
— ¡Esa fué en tí una falta imperdonable , querido Felipe!
—Que me tiene confundido y humillado, Chavigny; porque
despues de todo ese hombre no se ha querido aprovechar de su vic-
toria. ¡Me ha perdonado la vida | ¡Él! ¡El raptor de Ter osa!
—Y muy bien hecho, 4 fé mia. ¿Pues qué, te la habia de quí-
tar así sin mas ni mas?
—Estraño mucho que digas eso Chavigny, tú que me has acom-
pañado en mi primera y segunda escursion á las Catacumbas, tú
que sabes con qué encar nizamiento le he perseguido en distintas 0Ca-
siones, y que debes de suponer que él tambien lo sabia; tú, en fin,
que ya le habrá ás apercibido del amor que piojenaba á aa y de
que consiguientemente solo veia en mí un rival.
.—Es cierto todo eso Felipe ; pero tambien lo es que él, como
criminal, no debe estrañarse de que le persigan de muerte; mien-
tras que tú estás en tu deber persiguiendo á los malhechores.
- Por lo visto niegas el derecho de pr opia defensa á los crimi-
nales, en lo que no me atreveré á decir si tienes Ó no razon. Pero
como aquí cuestionamos sobre hechos y no sobre derechos.....
— ¡Bah! ¡Bah! soy poco fuerte para luchar contigo en jurispru-
dencia Ó legislacion criminal; mas en cambio pupds ofrecerte un
elixir. que curará, á no dudarlo, tus males físicos, y el cual es mas
eficaz «que el bálsamo de Greta, tan ponderado por el naturalista
Plinio.
— ¿Y qué bálsamo es ese? Veamos.
Chavigny manifestó inmediatamente á Felipe la importante con-
fesion que la bailarina Silvia Florival acababa de arrancar á Marta
Pernet en su morada de la Tombe- Issoire.
— ¡Dios mio! safe dices Chavigoy?—esclamó Felipe. en el