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908 LAS CATACUNDAS
- Entonces tropezó con un cuerpo humao en medio de la oscuri-
dad y hubo de apresurarse á encender luz.
Lo primero que se presentó á su vista fué Medard, revolcándose
en su propia sangre.
El desgraciado respiraba aun, y agitándoso en las horribles
convulsiones de la agonía, murmuraba con lastimero y desgarrador
s
acento:
— ¡Teresa! ¡Oh! ¡Teresa!
— ¡Infeliz! —le contesló Lussan. —Eleva tu imaginacion a
cielo, y pide perdon de tus muchos crímenes.
—¡Ah!... Yo... muero...—pronunció el herido con dificultad
y agitó su cuerpo la última convulsion, exhalando enseguida su
postrer aliento.
Felipe contempló durante algunos segundos el inanimado cuerpo.
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de Medard. |
<< ¡Era un mónstruo feroz! -—murmuró. —Sin embargo, ¡no
habia mas que un hombre en el mundo que debiera perdonarle la
vida! ¡Y ese hombre es el que le ha dado la muerte! ¡Bien dicen
luego, que los altos juicios de Dios son incomprensibles! ¡Quién me
habia de asegurar á mí, que, no obstante los motivos de agradeci-
miento que tenia para con este hombre, habia de ser yo quien le
asesinase! Y, sin embargo, no he encontrado manera alguna de
evitarlo. | : | :
Apenas hubo concluido de hacerse estas reflexiones, hirieron $u
oido los gritos de muchas personas que se aproximaban por el sub-
terráneo. | |
—¿Serán los agéntes, que despues de haber dado higartd cón su
abandono á que pereciese mi amigo , vendrán ahora á declararse par-
tícipes en el triunfo?-—pronunció Felipe.
Con efecto, doce hombres provistos de luces, y armados con $us
a