1000 LA CIEGA DEL MANZANARES.
Dejemos á David y Adriana alejándose á al.
ta mar, y volvamos al palacio del conde de Le-
sset.
Ya queda dicho que cuando la princesa salía al
jardín, entraba por la puerta el fiel Lorenzo con un
bulto debajo del brazo.
El anciano sirviente, á quien los sufrimientos de
su amo, las luchas de ansiedad y de impaciencia,
y la vergiienza que le producía ver poner en duda
la honra de un Lesset le habían hecho enflaque-
cer bastante, se fué derecho al palacio, y sin dete-
nerse un instante subió á las habitaciones de Ro-
berto.
E! conde, dicho se está que no estaba allí.
—Sin duda—se dijo Lorenzo,—estará en las ha-
bitaciones de esa mujer, á quien no me canso de
pedir á Dios que la confunda.
Y no sin hacer un esfuerzo, como siempre que
tenía que ver á aquélla, se dirigió á las habitacio-
nes de Adriana.
El anciano caminaba de sorpresa en sorpresa.
No encontraba un solo criado en su camino,, por-
que la princesa los había alejado previamente.
Adriana tampoco estaba allí.
—¿Qué pasa en esta casa?—acabó por pregun-
Lurse.
El fiel criado iba perdiendo su serenidad, y sin
temor de pecar de atrevido, avanzó en su camino
hasta llegar al gabinete donde siempre se halla-
ba Adriana, y, por lo tanto, donde esperaba encon-