126 LA CIEGA DEL MANZANARES.
-—Conozco que el paso que he dado no es discul-
pable... yo no debía haber subido sin obtener an-
tes su venia.
—¿Pero qué idea le ha traído á usted aquí, que
parece haberle enojado el hallarme despierta?
—En efecto, me ha enojado, porque así se ha
apercibido usted de mi indiscreción; respecto al
objeto que guía mis pasos, ha sido la curiosidad. Of
decir que era usted muy bonita, y con natural de-
seo quise conocer á la persona á cuyo lado debo
vivir.
—i¡Que vamos á vivir juntos! —exclamó Adela
sorprendida.
Ya que la desgracia de usted lo ha dispuesto,
yo lo celebro, pues así tendré ocasión de prestar á
usted algunos servicios.
—Pero, ¿quién es usted?
Adela no pudo ver que el mozo enrojecía antes
de contestar.
Tenía vergiienza en confesar á su madre y á su
hermano.
—Soy—contestó—hijo de la dueña de esta casa.
—¡Hijo de esa mujer!
La confianza de la ciega desapareció como por
ensalmo, indicándolo así un movimiento de repul-
: sión, que no pasó desapercibido para Casimiro, el
cual comprendió en seguida que la joven pudo ha.
ber oído aquella noche lo mismo que él, ¡
Así es que se apresuró á replicar: ON
—No me juzgue usted por lo que sospeche,