172 LA CIEGA DEL MANZANARES,
—Pues es necesario que le tengas.
—¡Señora, por Dios!
—Yo no soy señora, ¿entiendes? Soy la Tuerta.
Conque despacha: cuanto más nos detengamos,
más tardarás en satisfacer tus necesidades.
Aquella arpía era inflexible.
Adela comprendió que lo mejor era obedecer.
La siguió sin resistencia.
Así salieron del barranco, subiendo por la calle
de Embajadores.
Era la hora en que las cigarreras salen de la fá-
brica
Lás vendedoras de fruta y golosinas que hay
siempre en la puerta pregonaban á gritos su mer-
:'ancía, como si de este modo vendiesen más y más
pronto. d
La ciega era objeto de todas las miradas.
—¡Pobrecilla! —exclamaban,—tan EN y con
las dos ventanas cerradas!
—¡Y es muy guapa!
-Un soldado, que caminaba en dirección contras !
ria, exclamó al verla: ;
—Esta gachí no ha estado nunca en Vista-alegre.
A lo que le contestó una cigarrera en defensa de
la ciega:
—i¡Pues tampoco E si fuera mujer, estaría
en Vista-hermosa, porque es más feo que Picio!
—¿Es usted del taller de pitillos?
: —No, señor; del de la picadura... y me sdherdo
luis veces de su lengua.