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LA.
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PAE
180 LA CIEGA DEL MANZANARES.
—¡Vaya con la cieguecita! ¡pues no lo parece!
—¿Que no parece ciega?—preguntó uno del co-
rro.—No hay más que verla.
La mano de aquella volvió á llenarse de mone-
das, que la Tuerta tenía buen cuidado de recoger
y guardar, contestando:
—¡Dios se lo pague, mis buenos señores!... ¡se-
guramente que Madrid es un pueblo caritativo!....
¡Que Dios derrame sobre él sus bendiciones!
Adela lloraba.
Aquella farsa la hacía daño.
¡Qué diferencia entre los verdaderos sentimien-
tos de la Tuerta y los que aparentaba delante de
gentes!
Si hubiera sido su alma capaz de odiar, la hu-
biera odiado.
Aún cantó cuatro ó seis coplas más con el mismo
éxito financiero.
Para prueba, era bastante.
Volvió á colgar la Tuerta la guitarra á su espal-
da, diciendo en alta voz:
—Vamos, hija mía.
El corro se deshizo, tirando cada cual por su
lado.
Adela y la Tuerta bajaron hacia la calle de To-
ledo por el arco de la calle Imperial.
Al llegar á la fuente de vecindad, la joven no
pudo resistir más, y se dirigió anhelante hacia don-
de sonaba el ruido del agua.
—Ya puedes beber,—dijo la Tuerta aproximán-
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