LA CIEGA DEL MANZANARES. 203
res, tropezó con el Manchego, quedando admitido
á su servicio.
En todo pensaba Zamarra, menos en ser lazarillo
de nadie; pero la casualidad le deparó la ocasión,
y él se apresuró á asirla por los cabellos.
Era una noche del mes de Noviembre de 1817.
El Manchego, que había estado haciendo música
en un baile, se retiraba solo á su casa después de
las diez. :
La calle estaba desierta; los dos faroles que de-
bían alumbrarla, casi apagados; ni una estrella en
el espacio, donde poco á poco se amontonaban ne-
gras nubes.
El Manchego caminaba receloso con la mano co-
locada sobre el pecho, donde guardaba una canti-
dad que, á cuenta de un préstamo que tenía hecho
(también explotaba esta industria), le habían entre-
gado; y la otra, asiendo el grueso báculo que á la
vez le servía de arma defensiva y de apoyo para
caminar y tantear el terreno.
De pronto, su oído, exageradamente desarrolla-
do, le avisa un peligro. :
Ha sentido ruido junto á sí, enarbola el báculo,
y cuando se dispone á descargarlo, hállase sin mo-
vimiento en el brazo.
En vano lucha por defender su bolsa. Grita, mal-
dice, pugna por desasirse de los brazos que le su-
jetan... todo es inútil.
Entonces oye una voz que grita:
—¡Hola, caballeros! ¿éonque esas tenemos?