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LA CIEGA DEL MANZANARES. 21
Para ello, preciso es que retrocedamos á la mis-
ma tarde en que comienza la acción de nuestro
libro.
Una hora antes de que la galera acelerada “el
Valenciano penetrara en el parador del Manco, re-
pasaba el puente con dirección al campo un joven
envuelto hasta las narices en una descolorida ca-
pota de paño color verde-aceituna Con embozos
de astracán negro.
Un sombrero de copa, tan traído y llevado que
casi había perdido la forma, cubría su cabeza, po-
blada de cabellos lacios y de un rubio sucio.
Un corbatín de seda muy deslucido, un chaleco
de pana del que habían emigrado algunos botones,
un levitón de color de pasa que demostraba ú la le-
gua que era mayor el difunto, unos pantalones de
patencur con las boquillas llenas de flecos, y unos
zapatos rusos con los tacones torcidos y las orejas
no muy derechas, formaban el traje de aquel hom-
bre, debajo de cuyo brazo izquierdo llevaba un
cornetín lleno de abolladuras, metido en una fun- E
da de percalina negra.
Para que nada le faltase á nuestro héroe, te-
nía la pierna derecha más corta que la izquierda,
lo que le producía una cojera bastante pronuncia-
da, y era tan flaco, que en un día de viento corría
el peligro dé ser arrebatado por el espacio como
una aleluya.
Llamábase Casimiro, y ejercía de cornetín en 4
una murga de las mil que con sus desacordes notas