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TA LA CIEGA DEL MANZANARES.
brara en dos meses y medio once duros por seis que
la prestara, —ahí tienes tus ciento veinte reales en
pesetas. Esta onza es mía.
—Ciego maldito —decía el padre robado por su
hijo, —toma tus miserables monedas que me llevó
estas dos medias onzas.
—No, esas monedas no son tuyas. Con ellas com-
praron mi honra, mi honra que la vendí para dar
pan á mis ancianos padres.
—¡Infame!—exclamaba adelantándose una infe-
liz mujer.—Esos cinco duros son míos, me los has
robado... y hoy los recupero.
Y así unos tras otros, hombres y mujeres, todos
con ceño adusto y clavando una mirada de odio en
el Manchego, iban arrebatándole su tesoro.
Quería el ciego gritar, y no podía, se ahogaba. -
Por último, vió el Manchego llegar un sinnúmero
de mujeres, eran las lavanderas á quienes saqueaba
en el río, que, precipitándose sobre su casi exhaus-
to tesoro, se llevaron las monedas que en él res-
. taban.
Entonces lanzó el ciego un grito agudo, estriden-
te, y temblando como un azogado se arrojó del le-
cho y buscó el rincón donde guardaba su tesoro.
Al encontrarlo tal y como lo había dejado, se pa-
só la mano por la frente, exclamando:
—¡Ha sido un sueño! ¡Ah! ¡Cuánto he sufrido!
Dos golpes dados en la puerta de su cuarto hicié-
ronle separarse apresuradamente de aquel sitio, no
- sin dejar antes la cama perfectamente colocada.
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