934 LA CIEGA DEL MANZANARES.
—No te había visto. Y respecto de tu herramien-
ta, tómala, y gracias, —contostó Zamarra entre-
gándole la barrena.
—¿Te ha servido?
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—Pero no me has dicho todavía para qué,
—Pues para nada... Para abrir unos agujeros en
una mesa, y colocar unas cañas... Nada, un entre-
tenimiento.
—Pues entonces, ¿á qué venía aquello de que
yo era tu Providencia, 6, mejor dicho, de que yo
te representaba á la Providencia en forma de ba-
Irena...
—¿Eso dije? Pues fué una tontería. La barrena
era para un entretenimiento; ya lo sabes, y no
vuelvas á preguntarme, porque no me gusta decir
las cosas nada más que una vez.
El Pelao se sonrió, y mirando fijamente á Zama-
rra, díjole con sentencioso tono:
—Zamarra, vas por mal camino. Dios quiera
“que no te vea un día balancearte en la horca.
Y luego, sin añadir palabra, volvió la espalda al -
lazarillo del Manchego, y desapareció.
-Zamarra quedó inmóvil en su sitio.
Durante aquellos momentos continuaron reso-
nando en sus oídos aquellas frases.
—i¡La horca! —exclamó. al fin.— ¡Una horca!
Y sintió que el vello se le ponía de punta y que
un frío intenso se apoderaba de su ser.
—¡Bah!—repuso al fin.—Ese, desde que se de