236 LA CIEGA DEL MANZANARES.
¿no le prendería? Entonces acudían á su memoria
las palabras del Pelao, y veía la horca levantada
para él en la plaza de la Cebada, y su cuerpo ba-
lanceándose en el aire.
—¡No, no! —exclamaba.—Es preciso que la ca-
sualidad me favorezca, que me dé hecho el negocio.
Esperaré.
Otra noche, cuando más pesado le pareció el
sueño de su amo, pensó que podía llegar hasta el
rincón donde estaba enterrado el dinero.
—¿Por qué no intentarlo?—se dijo.—Quizás no
despierte.
Pero apenas había abandonado su camastro, re-
sonó la voz del Manchego, que le decía:
—¿A dónde vas?
Dió Zamarra una excusa, y volvió á acostarse
con una esperanza menos y una decepción más.
—¡Imposible, imposible! —exclamaba desespe-
rado.
La vida que hacía llegó á serle insoportable. No
comía, porque no era comer alimentarse con las
miserables viandas que el Manchego le daba; no
bebía más que una copa de vino al día, y él tenía
gran afición á la bebida; no fumaba, por no tener
un ochavo para comprar tabaco...
Así no podía continuar.
—Puesto que esperar la ocasión es cosa de tiem-
po, ¿por qué mientras tanto no he de disfrutar al-
go?—se dijo, |
Y formó entonces el propósito de quedarse con
A IS