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254 LA CIEGA DEL MANZANARES.
despidiendo rayos, parecía el espíritu de la ven-
ganza y del odio, el genio del mal.
Zamarra la miraba asombrado, sin acertar á de-
cir una palabra.
—Es preciso, es preciso—repetía—sacrificar á
esa mujer, sea quien sea. Lo quiero, ¿oyes? lo
quiero, y lo mando.
—Pero, Mónica—se atrevió á murmurar, más que
áú replicar Zamarra,—¿qué te ha hecho esa joven
para querer su perdición?
—¿Que qué me ha hecho? Nada; ella, nada; pe-
ro sí el mundo, sí la sociedad, y por eso siento que
mi alma se destroza en esta inacción en que vivo,
y quiero que todo el mundo sufra, que todos llo-
ren, que mi odio se aplaque, que mi venganza se
satisfaga... Qué, ¿te extrañas de oirme cómo me
expreso? ¡Ah! Eso es porque tú no conoces mi vi-
da, porque tú crees que yo no he sido más que una,
perdida siempre. Pues bien; no. Yo he sido joven,
rica y honrada. Me han robado la honra,- han
muerto mis aspiraciones, me han arrastrado al vi-
cio, me han traído á ser la exquerida de un ahorca-
do y la manceba de un bandido, y yo... yo no quiero
más que el mal de todos... ¿Sufro yo? Pues que la
humanidad sufra. Esa es mi aspiración, ese mi de-
seo, esa mi esperanza, mi ilusión, mi vida.
¡Ah! Esta noche se resucitan mis recuerdos; esta
“noche me ahogo en ellos... Es preciso que desaho-
gue mi pecho... Soñaré esta noche... que tiempo
tengo de estar despierta,