LA CIEGA DEL MANZANARES. od
la plaza de la Cebada hasta la calle de la Madera
para suministrarle una taza de sopa, que le dió
ella misma en la puerta de su casa, porque aquél
tenía un panadizo en un dedo.
Recogía en la calle: todos cuantos harapos en-
contraba, con los que, en sus ratos de ocio, hacía
pañuelos 6 abrigos de abigarrados colores, que re-
galaba al primero que los necesitase.
Pedía á todos sus conocimientos toda clase de
prendas viejas; no había pingajo bastante misera-
ble para ser desechado por ella.
Una vez reprendió á su nuera porque le daba al
gato un manojo de cordilla atrasada.
—¡Qué dirías tú—exclamaba—si te dieran una
libra de carne con SUSANOS!
—;¡El gato, qué sabe!
—Nada, seguramente; pero le puede hacer da-
ño... morirse tal vez, y esto sería un remordimien-
to eterno.
Su nuera rompió á reir, al pensar' que la con-
ciencia pudiera, echarla en cara el cólico de un
gato. iO
Los perros vagabundos la conocían ya; aunque
no tuviesen hambre, meneaban la cola al verla, y
la acompañaban en la calle por gratitud.
A veces llevaba un cortejo de: cuatro ó cinco,
como las perras cuando están en cierta disposi-
ción. a
Los mendigos la cd ect también, Hor dndoldl a
la «señora.»