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396 LA CIEGA DEL MANZANARES.
La puerta se abrió, merced á un cordel sujeto al
picaporte, que comunicaba con el piso principal.
El dueño de la finca no había introducido «aún la
innovación de los porteros.
En el techo del portal, que era á la vez piso de
la habitación superior, había un pequeño ventani-
llo para ver al que entraba.
Por él asomó un rostro mofletudo y colorado,
oyéndose una voz que decía:
—¡Es doña Gumersinda!
—¿Está el P. Melitón?—preguntó ésta Yo alba
do la cabeza.
—¿Pues no ha oído usted las doce? ¡Qué ha de
hacer más que estar en casa á esta hora!
En efecto, en el portal se percibía un fuerte olor
á cocido: era la hora clásica de los albañiles y de
los frailes.
El rostro mofletudo se retiró del ventanillo, y
doña Gumersinda empezó á subir la escalera, que
constaba de quince escalones divididos en dos
tramos.
Aquéllos eran de yeso con un cerco de madera,
que parecía puesto á propósito para engancharse
- los tacones de las botas y romperse la crisma al
bajar.
La puerta de arriba estaba franca, toda vez que
no había más que un vecino.
Después de atravesar el recibimiento, penetró
en una sala destartalada, con dos balcones á la
calle.