Full text: Tomo 1 (001)

   
    
  
  
  
   
  
  
390 LA CIEGA DEL MANZANARES: 
singular, demostrando de este modo que siendo la 
única inquilina de aquel piso, á ella sólo debía di- 
rigirse la pregunta. 
«—¡Lo siento! —replicó. doña Gumersinda;, con- 
trastando la sequedad de su gesto con el amable 
tono de su interlocutora. 
—¡Que lo siente usted! Yo: creí que debía ale- 
gTarse. 
—He dicho que lo siento, y lo repito: acaso la 
frase no sea del gusto de usted. 
—No puedo decir si es ó no de mi gusto, porque 
no la comprendo. 
—Pues bien, doña Andrea; dejémonos de sutile- 
Zas que han de prolongar esta entrevista. 
A mí me honra mucho,—interrumpió aquélla, 
sin abandonar la amabilidad, aunque la daban pie 
para ello. 
Doña Gumersinda se inclinó con estirada ceremo- 
nia, añadiendo luego: 
—(QQuisiera que estuviese usted quejosa de la ve- 
cindad, para que la costara; menos trabajo el eam- 
biar de domicilio. 
Entonces fué cuando Andrea se puso algo más ad- 
mirada que seria. 
—¡Cambiar de domicilio! —exclamó con gran ex- 
trañeza. 
:—SÍ, mudarse de casa. 
_—¡Doña Grmersinda!... creo: que no he oído 
. bien. 
—¡Pues yo bien claro me explico! 
  
  
  
  
   
     
	        
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