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LA CIEGA DEL MANZANARES. 397
gún costumbre, menos el canario, que vivía con-
denado á jaula perpetua.
Pues bien; ni Getsemaní, ni Tamberlick, ni Moi-
sés, ni la casta Susana, ni el mismo Pichichi, que
era el preferido, pudieron arrancarla ni una golosi-
na, ni una palabra de cariño.
Tal era su mal humor.
Entró en su aposento murmurando, y tirándolo
todo, señal evidente de inmediata y deshecha tem-
pestada
Era día festivo, y su hijo no había ido al Minis-
teri0.
También andaba por la casa revolviéndolo todo.
Su mujer cuidaba en la cocina de que no se aga-
rrase la sopa, mientras la criada subía el postre.
Entre uno y otro mediaba el siguiente diálogo.
con intermitencias:
—Nada, no lo encuentro; —decía el marido.
—Señal evidente de que no está aquí.
—;Pero si yo le traje anoche! Bien me acuerdo.
—¡Imposible!
—¡Te digo!...
—Pero hombre, si le hubieras traído, en algu-.
na parte estaría... €S0 €S que te le habrás dejado
en la...
—:¡Calla!... no quiero que mi madre se entere
de nada.
Aquí una pausa, durante la cual el marido cam-
biaba de habitación, volviendo á aparecer al poco
tiempo.