400 LA CIEGA DEL MANZANARES.
—¿Qué murmuraba?
—¿No decía usted ordo ab chao?
—¡Dios mio!
Parada, 13:
—¡Manuel!
—¿Y hablaba usted de una calavera?
—¡Tú también sabes!...
—¿Qué significa esto?
—¿Sabes lo del volcán?
—¿Un volcán?
—En el cuarto segundo... la rubita... y el inge-
_hiero... y doña Andrea.
—Pero, madre, ¿quiere usted volverme loco?
—¡En fin!
—¿Qué estaba usted diciendo?
—¿No lo has oído?
-—¿Pero cómo han llegado hasta usted esas pala-
bras, que de seguro no comprenderá?
la
—i¡Ni jota!
—Vamos, hable usted.
—Pues bien, esta mañana, al bajar, encontré en
escalera...
— ¡Un mandil!
—¿Cómo un mandil?
—¡Bueno!... ¿un pedazo de badana?
—SÍ.
-—¿Que contenía esas palabras... y otras?
-— Justamente.
-—¡El mío!
—¿El tuyo?