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LA CIEGA DEL MANZANARES. 405
En cuanto á Justa, se encogió de hombros, como-
diciendo:
—«¡Cada loco con su tema!»
Ya de sobremesa, Manuel significó que iba á
aprovechar la tarde extendiendo los recibos para
los inquilinos de su casa, pues el mes estaba próxi-
mo á espirar.
—A propósito, dijo doña Pu del
piso segundo no le necesita.
—¿Por qué?—preguntó Justa.
—Porque se muda.
— ¡Que se muda doña Andrea! —exclamó Manuel.
A mí no me ha dicho nada... y debiera haberme
avisado, según se estipuló en el contrato.
—Ni á nadie tampoco.
—¿Entonces cómo lo sabe usted? |
—Porque soy yo la que la ha unes hace
poco.
—¿Que la ha despedido usted?—exclamó Manuel,
levantándose.
—¡A doña Andrea! —dijo Justa.
—Precisamente.
—¿Y por qué?
_—Porque cuido del decoro de vuestra casa más
que vosotros.
- —¿Acaso esa señora le compromete, cuando es un
modelo de inquilinos? En dieciocho meses que
lleva habitando ese cuarto, no se ha tenido la se” > e
nor queja de ella.
—Pues yo la he puesto de patitas en la callo.
ti