454 LA CIEGA DEL MANZANARES.
En aquel momento entraban en la estancia los
dos niños, á quienes la criada no había podido en-
tretener en la cocina.
Estaban asustados, viendo su casa invadida por
hombres desconocidos, que tenían rostros patibu-
larios y ademanes poco tranquilizadores.
Al ver á la joven corrieron á su lado, como bus-
cando un refugio; la niña se cubrió el rostro con
la falda de su madre, mientras el muchacho pre-
guntaba:
—Pero, madre, ¿qué quieren esos hombres?
Mariana los besó, procurando tranquilizarles con
palabras que no lograban devolverles la calma y
la confianza.
—¿Lo ve usted?—dijo, volviéndose hacia Pedro-
sa. —Están ustedes asustando á mis pobres niños.
—La culpa de lo que aquí pasa es de usted.
-—¿Mía?
— Indudablemente; entréguenos el objeto que
buscamos, y la libraremos de nuestra presencia.
_—Todo lo que usted pretenda será inútil; ya he
dicho cuanto tenía que decir.
—¿De niega usted á complacer á la justicia?
—Yo no'puedo prestarme á sus tenacidades... y
esta lo es, por no calificarlo de necedad. Pretender
que confiese una cosa de la que no tengo la menor
noticia, me parece altamente ridícula,
—¡Mariana!...
—Ea, acabemos, señor alcalde.
Este se levantó mohíno y contrariado, dirigien-