LA CIEGA DEL MANZANARES. 51
Esto, amigos, si ese soponcio no es fingido y si
no está Allin por dentro de todos nosotros.
—¡Eres atroz! —repuso uno de los comensales.
—Conozco el género y hablo por experiencia, y
si no, ya veréis.
Después de las exclamaciones que os he indica-
do verterá unas ADN lanzará algunos suspi-
ros, nos rogará que la saquemos de aquí, y, por
último, apurará unas copas de Champagne, acaban-
do por sentir que no se presenten todos los días
raptores tan galantes y tan espléndidos y genero-
sos como el que hoy la ha tocado en suerte.
Y dicho esto, Rivera, después de apurar su copa,
la llenó de nuevo y se dirigió adonde estaba la jo-
ven, diciendo:
—Voy á rociarla el rostro con este divino née-
tar, y veréis qué pronto recobra los sentidos.
—Eso no, —repuso el marqués.
—Bueno, entonces la haré volver en sí á fuerza
de besos.
—Menos todavía.
Mis conquistas son exclusivamente mías.
Aquí tengo un pomo de sales, excelentes para.
estos casos.
—Vamos, eres tan previsor como egoísta.
Y el capitán, ocupando de nuevo su asiento, co-
menzó á apurar á pequeños sorbos el contenido de
la copa que tenía en la mano.
El marqués acercóse á Isabel y la aplicó á la
nariz el pomo de sales. :