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LA CIEGA DEL MANZANARES. 555
El conde y Amalia presenciaban con cierta eXx-
trañeza aquella escena. No sabían quién era el re-
cién llegado, é ignoraban, por tanto, el cariño que
á Angel profesaba la familia de Carolina.
—¿Y tu padre?—preguntó don Pedro á Angel.—
Tan bueno de salud, pero tan bribón como tú, ¿no
es eso? Ya supe que había estado á verme y á sa-
ludar á mi esposa; pero como no estábamos en ca-
sa, el hombre no ha vuelto. Tumbón, ya le ajus-
taré yo la cuenta.
Realmente don Pedro estaba poseído de viva
alegría al ver á Angel, alegría que no tardó en co-
municarse á Carolina, á quien no podía ser indife-
rente que á la persona á quien ella tanto amaba,
apreciase el autor de sus días. )
Comprendió don Pedro que después de aquellas
expansiones á que se había entregado por un ins-
tante, necesitaba dar una explicación á su esposa
y al conde.
—Este joven, mejor dicho, este niño—dijo, no
sin que la rectificación dejara de molestar á Angel,
—es hijo de una persona á quien quiero con toda
mi alma. :
Figurése usted, conde, que con exposición de la
suya me salvó un día la vida en el campo de bata-
la. ¡Qué trance aquel!
A] recordarlo, mi alma se rejuvenece y me ereo
con fuerzas sobradas para luchar como entonces.
—¿Fué en la guerra donde te salvó la vida?—
preguntó Amalia con tono que revelaba el interés |
de